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Expo 92: crónicas de la verdad (IV)

Los adoradores del Estado toman el poder

 

Francisco Rubiales
Francisco Rubiales*

No puede entenderse la Exposición Universal ni los juegos olímpicos sin asumir antes que los socialistas, adoradores del Estado, del poder y también del dinero, habían llegado al gobierno de España en 1982 decididos a cambiarlo todo y a imponer su ley y su estilo, a cualquier precio.

En torno al mítico año 1992, probablemente el más trascendente para España desde el final de la Guerra Civil, se inauguró una filosofía política nueva y desconocida, que se resume en la frase «Todo el poder para el partido», grito que en aquella España equivalía al leninista «Todo el poder para los soviets». Eran los tiempos en que Felipe González entró a saco en la sociedad civil española y la desarticuló y desarmó afirmando que todo el poder debía estar controlado por el partido. Eran los tiempos del «Dales caña, Arfonso», con el que las multitudes descamisadas jaleaban el despliegue de poder socialista. Aquella filosofía es la que amparaba la construcción de la Expo 92 y de las Olimpiadas de Cataluña. En la Exposición, el embajador de aquel mundo intervencionista era Jacinto Pellón y en Cataluña fue el propio Jordi Pujol el que encarnó aquel avasallador «leninismo made in Spain», en el que el Estado era casi un dios.

La Exposición Universal entró en Sevilla, en 1985, cuando se abrió la «Oficina del Comisario» en la avenida de la Palmera, como un torbellino y pronto se convirtió en la tarta más deseada y en la gran oportunidad de medrar y enriquecerse para políticos, parásitos, mediocres, ambiciosos y todo tipo de sinvergüenzas. La construcción del recinto fue pronto percibida como una obra magna que, al igual que la miel atrae a las moscas, atrajo a todo tipo de ambiciosos.

El partido político que dominaba España y Andalucía lanzó a sus recaudadores a la calle, pidiendo dinero «para el partido» y presionando a las empresas.

Eran tiempos de esperanza y de relanzamiento de España, pero también eran tiempos difíciles para le gente honrada y la gran ocasión para los desalmados.

El partido político que dominaba España y Andalucía lanzó a sus recaudadores a la calle, pidiendo dinero «para el partido» y presionando a las empresas. Pedir dinero «para el partido» parecía legal, pero no lo era. Obras públicas, carreteras, AVE, concesiones, contratos, exclusivas… todo pasaba, de un modo u otro, por las mordidas y las comisiones. la gente estaba deslumbrada ante tanto poder y tanto dinero, pero la economía se adaptó pronto al nuevo espíritu que imponían los socialistas.

Los ciudadanos eran tan inocentes, ingenuos y bien intencionados que no percibían el peligro que encerraba aquello, como tampoco descubrieron que la esencia de la democracia estaba siendo degollada. La fe y la ilusión en la democracia eran tan fuertes como ciegas. Cuando aquellos políticos asesinaron a Montesquieu y controlaron en el partido los tres poderes básicos del Estado, en lugar de salir a las calles para defender el sistema y las libertades, aclamaron a los que tenían el cuchillo asesino en las manos.

Recuerdo que en un viaje en avión a Madrid, una política socialista sevillana, de primer nivel, me dijo: «Se acabó el monopolio el poder y del dinero que tenían los Benjumea. Ahora nos toca a nosotros». Los Benjumea eran una de las familias mas ricas y poderosas de Sevilla, creadores y dueños de Abengoa. Al regreso se lo conté al comisario Olivencia y, tras mover la cabeza con preocupación, me dijo:»No le hagas caso. No todos son así».

A mi aquello no me gustaba nada. Yo era de los que había votado a los socialistas en 1982 y en Sevilla empecé a decepcionarme al conocerlos de cerca, del mismo modo que en Cuba, donde trabajé como corresponsal de la agencia de noticias EFE entre 1975 y 1977, me decepcioné cuando conocí por dentro el comunismo.

Fueron los tiempos en los que, según el ministro Solchaga, España era el país «donde uno podía hacerse rico más rápida y fácilmente».

Aquella filosofía del poder era terrible y causó estragos en la armadura moral que poseía la sociedad española. Fueron los tiempos en los que, según el ministro Solchaga, España era el país «donde uno podía hacerse rico más rápida y fácilmente». Por aquellos días, desde el poder político se expandía una ética lamentable, resumida en frases que se hicieron famosas, como «Al enemigo ni agua», «En política vale todo» o «Quien no está conmigo está contra mi». Aquello se parecía demasiado a lo que había escuchado en Cuba, en el entorno de Fidel, donde me decían que «El partido nunca se equivoca», «Hay que obedecer al partido, aunque creas que se equivoca» o «Los hombres pasan, pero el partido es inmortal».

Aquella manera de gobernar, bajo el principio de «todo el poder para el gobierno», era justo lo contrario de lo que yo creía que era la democracia, un sistema presidido por la «desconfianza» hacia el poder político, al que había que vigilar, criticas y controlar desde la ciudadanía. El socialismo andaluz, que después se consolidaría como el más intervencionista y corrupto de España, me recordaba demasiado a lo que yo había vivido en Cuba y terminó liquidando mi ilusión de servir en lo público.

Recuerdo que por entonces me llamó por teléfono uno de los «profetas» del nuevo orden, Juan Guerra, hermano de Alfonso Guerra, un hombrecillo con un poder desmesurado, ordenándome que colocara en la Expo a un amigo suyo. De nuevo, indignado, acudí al comisario Olivencia para contarle lo ocurrido, quien, con buen criterio, me dijo: «No le hagas caso». Desde luego, no le hice caso, pero aquellas libertades mías estaban ya labrando mi ruina como directivo de la Expo.

Aquel artículo-denuncia, que sacó los colores a algunos políticos porque descubría manejos impropios y de gran bajeza, nunca me fue perdonado y fue mi sentencia de muerte.

Aquel estilo y aquella filosofía depredadora y descarada me indignaban, hasta el punto de que decidí jugarmelo todo y escribí un artículo en periódico El País, denunciando, con prudencia pero con claridad, los manejos, abstáculos y zancadillas que se le ponían a la Expo desde la organización del Quinto Centenario, el Ayuntamiento de Sevilla, la Diputación y otros ámbitos del poder. El artículo, ingenuo y ajeno a la nueva filosofía política, defendía la tesis de que en un proyecto de Estado como el de Expo 92, donde el comisario era el hombre elegido por el Estado para pilotarlo, no había que ponerle trabas y zancadillas, sino otorgarle un apoyo incondicional.

Aquel artículo-denuncia, que sacó los colores a algunos políticos porque descubría manejos impropios y de gran bajeza, nunca me fue perdonado y fue mi sentencia de muerte. El alcalde de Sevilla, Manuel del Valle, pidió mi cabeza en una carta dirigida al comisario y otros políticos guardaron silencio, pero decidieron acabar con mi presencia en Expo 92 en la primera oportunidad, algo que consiguieron un año después, a finales de 1987, cuando llegó a la organización de Expo 92 Jacinto Pellón, el hombre del partido, con plenos poderes.

En Expo 92 se introdujeron los mimbres de la nueva España, no sólo los sistemas de corrupción, sino también el poder casi absoluto de los partidos, la marginación de la sociedad civil, el odio a la crítica y la sumisión plena de los cuadros y mandos al poder de la cúpula del todopoderoso e impune partido.

*Francisco Rubiales es Periodista. Fue el primer director de Comunicación de la Expo-92 de Sevilla.

@frarumo