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40 años del asesinato de Javier Verdejo en Almería

Juan Tortosa Bn
Juan Tortosa

A finales de la década de los sesenta, en los tiempos en que yo estudiaba los últimos cursos de bachillerato en el Instituto Masculino de Almería, el alcalde de la ciudad se llamaba Guillermo Verdejo Vivas y era farmacéutico. A Franco todavía le quedaban siete u ocho años de vida, pero lo que no sabía su incondicional alcalde es que el quinto de sus seis hijos, de nombre Javier,  moriría apenas nueve meses después que el dictador. Lo asesinó un guardia civil en la playa de San Miguel en agosto de 1976, en aquellos convulsos y confusos momentos en que comenzaba la «celebrada» transición política. El joven Verdejo tenía 19 años, era ya universitario y estaba de vacaciones.

Fue el verano en que Adolfo Suárez se convirtió, merced a los designios reales, en presidente del gobierno. Apenas llevaba un mes en el poder cuando decidió pasar en el Cabo de Gata sus primeras vacaciones como primer ministro. Y justo en el Cabo de Gata, en el Arrecife de las Sirenas, Javier Verdejo y algunos de los amigos, Ana, Rosa y Fran entre ellos, decidieron pasar un fin de semana de agosto sin poder sospechar que a Javier, proveedor oficial de condones en la pandilla, convenientemente requisados en la farmacia de su padre, le quedaban apenas cuarenta y ocho horas de vida.

Se dirigieron a la playa y allí escogieron una pared blanca donde decidieron reclamar «Pan, Trabajo y Libertad». Javier empezó a escribir la pintada que nunca terminaría. Se quedó en la cuarta letra.

Al volver a Almería capital, el quinto hijo de quien fuera alcalde franquista de la ciudad, «garbanzo negro» de la  familia, miembro de la Joven Guardia Roja, quedó una tarde con algunos compañeros de militancia. Se dirigieron a la playa y allí escogieron una pared blanca donde decidieron reclamar «Pan, Trabajo y Libertad». Javier empezó a escribir la pintada que nunca terminaría. Se quedó en la cuarta letra. La irrupción de la guardia civil obligó al grupo a dispersarse y buscar donde esconderse. Con tan mala fortuna para Javier, que la caseta en la que se refugió fue lo último que vio en su vida. Le dispararon cerca y en la garganta, y acto seguido arrastraron su cuerpo hasta la orilla.

Yo estaba en Ceuta, en la mili, y la noticia me conmovió y me impactó con la violencia de una descarga eléctrica. Habían matado a Javier en la playa de San Miguel, junto a la Ciudad Jardín y el Zapillo, en la arena y el agua que habían marcado la memoria sentimental de mi infancia y mi adolescencia. Cerca de mi instituto, cerca del Cable, en aquella orilla donde de niños no sabíamos evitar que el alquitrán que soltaban los barcos se nos quedara pegado a los pies. La noche de su asesinato, la orilla de la playa llena de alquitrán, seguro que se mezcló con la sangre de Javier.

Me contaron, porque yo no pude estar, que la familia decidió no reclamar, que la capilla ardiente fue en la casa de los Verdejo, cerca del Parque y que al joven fallecido lo amortajaron con hábito de franciscano. Que tras el funeral, se armó un importante pollo en la plaza de San Pedro entre los allegados de Javier y sus compañeros de militancia.

Porque a la sensación de impunidad, y casi de inmunidad, con la que se mueven por todo el país, en Almería los corruptos y los granujas cuentan con un valor añadido: la pereza del centralismo para ocuparse de lo que ocurre en lo que muchos llaman «el culo del mundo».

Me contaron que al autor del disparo lo cambiaron de destino y que nunca se conoció oficialmente su nombre ni pagó por ello, que el abogado laboralista que se empeñó en no dejar dormir la causa, conocido como «Pirri», falleció al año siguiente, en el Arrecife de las Sirenas, de un corte de digestión cuando se estaba bañando después de comer y que con su muerte se enterró definitivamente el interés por remover el asesinato de Verdejo.

Me contaron también que el resuelto Adolfo Suárez apenas prestó atención a las protestas por este asesinato, que las relegó en sus orden de prioridades o que nunca se interesó a fondo por el asunto. Almería está demasiado esquinada para figurar en ningún orden de prioridades. En esta provincia andaluza, los desaprensivos cuentan con más ventajas que en otras para moverse y actuar a sus anchas. Ocurrió en los tiempos en que mataron a Javier Verdejo y continúa sucediendo ahora. Porque a la sensación de impunidad, y casi de inmunidad, con la que se mueven por todo el país, en Almería los corruptos y los granujas cuentan con un valor añadido: la pereza del centralismo para ocuparse de lo que ocurre en lo que muchos llaman «el culo del mundo».

Desde hace mucho tiempo, ya no hay alquitrán en las playas de Almería. Pero cada vez que me acuerdo de aquel alquitrán, no puedo dejar de acordarme también de la sangre de Javier.