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50 años del final de la utopía

 

El próximo mes de marzo se cumplirán 50 años de la ocupación del edificio de la administración de la Universidad de Nanterre, a las afueras de París, por un grupo de intelectuales, artistas y algo más de 150 estudiantes. El rector llamó a la policía y forzó la evacuación. Dos meses después estallaba el Mayo del 68. Intelectuales, artistas, estudiantes y trabajadores vertebraron una inteligencia histórica y política destinada a subvertir el constructo social  que beneficiaba únicamente a la clase dominante.  ¡La imaginación al poder! ¡Tomemos el cielo por asalto! ¡Seamos realistas, pidamos lo imposible! Eran las poéticas consignas que gritaban los muros parisinos. Nadie hubiera previsto entonces que el siglo XXI se definiera en su génesis por espacios sociales como el posmodernismo o la posverdad caracterizados por ser justificativos de una inmoral desigualdad, explotación y constricción democrática. Se había cumplido la consigna del padre del neoliberalismo, Milton Friedman, cuando afirmaba que había que conseguir que lo políticamente imposible, fuera políticamente inevitable. Y la izquierda ya sin intelectuales, ni artistas, ni estudiantes ni trabajadores también creyó que lo que ella representaba, o debía representar, era imposible y dejó de ser realista.

 

 

En las crisis del pasado reciente, jamás la seguridad y el bienestar material y social, e incluso los propios derechos ciudadanos, estuvieron en tan grave riesgo como lo están en la actualidad.

 

En España, estas metafísicas reaccionarias tuvieron aleación con un postfranquismo cuyo poder no había sido redistribuido y mantenía las mismas alianzas oligárquicas de la época del caudillaje. Era lo que significaba la máxima de la Transición “pasar de la legalidad a la legalidad”, no romper la estructura de poder e influencia del franquismo. Y esa es la causa de muchos de los graves problemas de hoy, donde España vive sin duda, una de las horas más determinantes de su historia reciente, pues nunca las perspectivas se presentaron tan inciertas como las que se deparan a la ciudadanía. Y no se juzga fundamentar esta afirmación en análisis más detallados, pues en las crisis del pasado reciente, jamás la seguridad y el bienestar material y social, e incluso los propios derechos ciudadanos, estuvieron en tan grave riesgo como lo están en la actualidad. El país padece una quiebra sistémica que no sólo atañe a la relación del Estado con la sociedad sino con su propia identidad constitutiva cultural y territorial, con episodios secesionistas que agudizan los déficits democráticos y la tendencia autoritaria del sistema.

En este contexto, la política, o su placebo, que prima los intereses de unas minorías a costa del sacrificio de la mayoría de los ciudadanos, que lamina los derechos de los trabajadores, que aboca a la pobreza a capas importantes de la población, necesita esclerotizar cualquier tipo de resistencia. Por ello, las medidas que se suponen atienden a sesgos economicistas aspiran a la reconfiguración autoritaria del Estado, una democracia limitada que blinde los intereses de los menos a costa de los derechos cívicos y las libertades públicas de los más. Son fines que necesitan que las víctimas sean los culpables ya que una crisis moral, de civilización y de pensamiento como la causada por las élites es tan injusta que no se puede justificar teóricamente.

 

 

Desechando l’esprit est a gauche que proclamaba Sartre, se ha pretendido que la realidad fuera como un continuum de marketing político semejo al maná del desierto, con sabor según pedido del paladar.

 

Sin proyecto de país, sin estímulos éticos, sin fundamentos morales ni políticos de convivencia, el régimen de poder estima que el atrezzo de la propaganda y el discurso unilateral y totalizante producirá la suficiente rutina como para que una absoluta anormalidad en el poder público, como afirmó Ortega y Gasset de otro momento histórico pero de igual calado crítico, se responda como entonces: “volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos “como si” aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal”. Y remachaba así su idea Ortega: “La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es esta: en España no pasa nada.”

 

Por su parte, la izquierda no se da cuenta que la rutina intelectual y política ya no sirve. El problema para las fuerzas de progreso ha sido fundamentar su actuación en un proceso de adaptación por arriba, a los condicionantes fácticos del sistema, y no por abajo, es decir, a las demandas de las mayorías que confían en la ideología y no en la praxis, porque las ideas no se difuminan mientras la praxis es, en demasiadas ocasiones, desafecta a los principios que deberían inspirarla por sus constantes desviaciones, rectificaciones y renuncias. Desechando l’esprit est a gauche que proclamaba Sartre, se ha pretendido que la realidad fuera como un continuum de marketing político semejo al maná del desierto, con sabor según pedido del paladar.