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Abengoa, como el Titanic, solo botes para los de arriba

Gregorio Verdugo/ Opinión.- Ha llegado la hora de la hipocresía, de los lamentos que no solucionan nada. Ahora, cuando el gigante con pies de barro yace en el suelo con la cabeza separada del cuerpo, como aquella imponente estatua de Sadam Husein que derribaron los iraquíes con la ayuda de los marines americanos durante la guerra de Irak. Ahora, que Abengoa está sumida en un precipicio sin final miles de veces anunciado.

La prensa bombardea con titulares sobre la catástrofe a la opinión pública. Destaca la caída del valor de las acciones, el cierre de las diferentes filiales que va dejando tras de sí un reguero de trabajadores abandonados a su suerte, como un revoltijo de cadáveres abandonado en el campo de batalla tras la lucha sangrienta, la preocupación —¿sincera?— de las distintas instituciones, partidos políticos y organizaciones, temerosas del impacto terrible del tsunami que apunta la cresta de su ola mortal. Todos piden ayuda divina, el milagro que devuelva la situación a su estado primigenio.

Los políticos —algunos bien que se han beneficiado de la gestión caciquil de la compañía durante años— manifiestan ahora la imposibilidad de sacar a flote un barco del que sólo queda una parte ínfima del casco sobre la superficie del océano. Las ratas ya hace tiempo que pusieron a salvo sus osamentas.

Pocos se plantean el profundizar en la clave del meollo, el por qué se llega a una situación tan lamentable y dramática. Pocos buscan explicar las causas y el contexto por los que se producen estos hechos. ¿Qué tipo de legislación es la que consiente que se pongan en juego la vida y el futuro de tantas familias sin que haya ninguna consecuencia?, ¿qué clase de democracia y de Estado de Derecho es el que permite que la codicia y la ambición estén situadas por encima del ser humano en la escala de valores?

Me comenta un empleado en un comentario en mi post de ayer la situación de incertidumbre y temor que está viviendo por el futuro de su familia. Me cuenta que nadie de la empresa les informa de nada, lo poco que saben es a través de la prensa, y que la calma es imposible porque están en “un barco que se hunde y, como en el Titanic, sólo hay botes para los de arriba”. Como siempre suele ocurrir, se han convertido sin comerlo ni beberlo en el “pagache” de la mala gestión de la compañía.

Ahora sólo queda implorar al cielo indígena, al dueño de este país, la banca, para que obre un milagro, no por las miles de almas que se van a quedar desamparadas y sin protección alguna, sino por el status quo de la rapacidad impune. Para mitigar en lo posible que se queden al aire sus vergüenzas. Un ejercicio público de indignidad que acabaremos pagando todos, mientras los desmanes continuarán ocultos y silenciados en el baúl de los tiempos. Como decía Faulkner, “la rapacidad no puede decaer, pues de lo contrario el hombre tendría que dejar de respirar”.

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