Acosado por las críticas don Juan Guerra abandonó su despacho y los cafelitos componendosos. En un gesto de sinceridad, tal vez perdida la templanza por la crispación, pronunció una frase senequista: «¿Acaso un hombre de izquierda no tiene derecho a ser rico?». Naturalmente, diría una mayoría amante de las libertades. Nada nuevo bajo el sol de la genética humana, estampada la inclinación para conseguir el bello placer de la burguesía. Durante el mayor fervor comunista en la URSS los altos funcionarios ─con cierto recato─ alternaban las dachas con paseos por el Volga en motoras de postín. Igual, las viviendas de los próceres comunistas porque detrás de unas fachadas premeditadamente feas albergaban grandes y lujosos pisos.
Dicho lo cual, se constatan rubores entre lo predicado y los hechos. Cosa muy vieja e impresa en cualquier tratado sociológico de andar por casa. Algo de agradecer para favorecer la imprescindible higiene mental y evitar lo infecto. Pero debe dar algo de lacha lanzar discursos falsos por terminar como un delincuente trincado.
Por ello, cuando don Julio Anguita rechazó sus emolumentos como diputado argumentando tener suficiente con su pensión de catedrático de instituto, brotaron bocas abiertas de sorpresa: «¡O ese señor ha perdido la cabeza o pertenece al reinado de los santos!».
Vi al citado con lágrimas en un abrazo fraternal con don Pablo Iglesias, auspicio de alianzas éticas hacia un futuro de igualdad. No sé, me gustaría preguntarle su opinión sobre el aguijonazo de 600.00 euros dado por su discípulo al proyecto de una sociedad anticastas.
Ahora don Pablo le pasa el mochuelo a las bases. Si lo disculpan a tomar por peteneras la ideología, campo ancho para plantar chiringos imprevisibles; y si rechazan la dacha de los Iglesiasmontero a buscar un pisito modesto por haber picado el rico anzuelo de la miel. Tal vez, podría haber reunido previamente a los suyos y decirles: «Compañeros, recabo vuestra opinión ante nuestra futura compra de una parcela de 2.000 metros cuadrados, piscina y 260 metros construidos en una urbanización de pijos». Lo digo como actuación razonable antes de retroceder con todo el papeleo consiguiente. Sinceramente: los creía más inteligentes.
Recuerdo con frecuencia a dos hombres honestos, austeros y coherentes: don Marcelino Camacho y don Nicolás Redondo. Se echan de menos y provocan la certeza de una sociedad venida a menos en valores éticos. No así, por ejemplo, el señor Méndez, coleccionista de carísimos relojes captados por las cámaras televisivas por sus marcas exclusivas. Porque son esos ‘pequeños’ detalles los definidores de otros menos llamativos.
No quisiera comparar ¡Voto a Bríos! al personal de Podemos con los súbditos monárquicos, cegados ante las parafernalias orquestadas por los astutos directores de escenarios, psicólogos de la inclinación humana para reencarnarse en sus divos y acólitos coronados.
Sin embargo, existen parafernalias orales, tan persuasivas como las plasmadas ante condecoraciones obtenidas misteriosamente, trajes y vestidos portados por ejemplares públicos en boatos sin pudor.
Reconozco mis desfases, inadaptación galopante en una sociedad rara, ocasión para visitar a señores expertos en psicología social, aunque sin la menor confianza.