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Adolfo y Eva, judíos distinguidos

Con frecuencia, olvidamos los mayores desafíos de la humanidad

 

Estas ocurrencias las escribí hace unos años y, al clasificar papeles para mitigar el tedioso confinamiento, tal vez celosas por mi olvido, quisieron hacerse oportunas. Las leí y decían:

«La diosa naturaleza posee sutiles pasiones, entre ellas dictar serias advertencias o, en mayor grado, ejecutar venganzas. Un canal británico, el Channel 4, ha  investigado el posible linaje judío de Eva Braun. Y no conforme, asegura la misma oriundez para el Führer por la certera posibilidad de haber sido concebido fuera del matrimonio por un seductor progenitor de dicha raza».

¡Vaya el ridículo experimentado por los añorantes de la época aria!  Vamos, como si algún día descubriesen en el cielo a un san Pedro con parentesco  satánico. Según parece, las pruebas residen en unos pelos de Eva, depositarios de ADN, portadores de ‘haplogrupo N1b1’ (concepto inextricable).

Como sacada de una novela negra, un tal Baer, capitán del séptimo ejército de los EE.UU., judío de origen alemán, tuvo acceso a uno de los refugios de don Adolfo y se llevó entre diversos recuerdos un cepillo de pelo de la habitación de la señora Braun. Un hijo del citado militar vendió los cabellos a unos científicos, descubridores del asunto.

Por otro lado, unos periodistas hallaron una treintena de descendientes directos de Hitler, les tomaron la saliva y resultó portadora de un cromosoma tan infrecuente en Alemania como extendido por personas de origen judío.

Otra vez, una empatía surge entre algunas personas por una biología misteriosa, habitante en nuestras células. El amor de un extravagante ejemplar inhumano, enviado por los dioses para la purificación de un mundo degenerado por las mezclas de razas, encontró en una mujer, Eva ―sugerente nombre―, la compañera ideal.

Queda el consuelo de la justicia, dama vendada de espada y balanza, para colocar a la gente en su sitio y, aunque los actuales humanos no lo veamos, esperemos en el futuro la computación cuántica como aliado para acelerar los procesos judiciales y aliviar los abombados anaqueles de los juzgados.

Entre ecos de victorias, bombazos de derrotas, manipulaciones emocionales y grandes dosis de barbitúricos, don Adolfo no apuntó bien su personal proyectil en la íntima diana de Eva para  traer al mundo de los iluminados adolfitos o evitas con gametos judíos, paradógicas desdichas para un público contemporáneo, soñador de proyectos totalitarios.

Porque los nacionalismos, aspiraciones insaciables de pureza angelical, desearían la genética cromosomática y la otra, la de los genes intelectuales para llevarlos a un mesianismo rodeado de alambradas electrificadas para achicharramiento del diferente espermatozoide o del grandullón óvulo. Pero mucho temo la imposibilidad de tan románticos anhelos por un imprevisible duende de naturaleza supranacional, siempre dispuesto a enarbolar una carta escondida (en este caso ¡por los pelos!). El presunto padre judío del criminal Hitler constituye la prueba más evidente de nuestra condición azarosa, freno de nuestra arrogancia animal».

Disipados los celos del mencionado escrito ―al menos intentado dadas las dificultades de acabar con ese sentimiento demasiado humano―, pienso en los nacionalismos: endogámicos, tribales, encaminados a construir una nación basada en una identidad étnica o cultural, contra el pluralismo, hostiles hacia las instituciones liberales, buscadores de un líder natural para la pureza de un pueblo escogido. Pero ¡ojo! nacieron a finales del siglo XIX, a consecuencia de una crisis gigantesca de la conciencia y la cultura europea.

Con frecuencia, olvidamos los mayores desafíos de la humanidad: la guerra nuclear, el cambio climático, las crisis económicas, las tecnológicas, la deshumanización… y ¡oh sorpresa! también las pandemias, solo afrontables desde la cooperación internacional entre naciones con unas democracias basadas en la independencia de poderes y respetuosas con la prensa libre.