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Alexis Tsipras: el sueño de la decencia.

Tsipras, patriota, más que comunista. Se tragó ideología e orgullo, e hincó la rodilla delante de los poderes capitalistas de Europa.

 

El hombre es la medida de todas las cosas. Para el hombre, el límite del cielo es el suelo polvoriento que pisa. El lugar donde se deben desarrollar sus anhelos o donde acaban sus sueños.

Hace unos años, el equilibro quedó roto. O, mejor dicho, terminó de romperse del todo. Las contradicciones del capitalismo emergieron, como en el veintinueve, y pusieron a millones al límite. De modo brusco, nos asomamos al espejo.

Se ha escrito que el siglo veinte es corto: de los tiros de Sarajevo a la caída del muro de Berlín. O dicho de otro modo: comunismo y anticomunismo. Parece que el hombre se pasó el siglo XIX pensando, y aprovechó la ventana de oportunidad de la Gran Guerra para pasar a la acción.

La pretensión de alcanzar la utopía se remonta a los albores de la humanidad. Claro que, para los acomodados, la utopía consiste siempre en defender lo existente. El resultado, en los libros de historia: un siglo XX de millones de muertos.

Comunismo, un experimento. Podría zanjarlo y decir: experimento trágicamente fallido, hambrunas y gulags. Pero hay más. El fantasma nos persigue. Porque, en esencia, deja la cuestión sin resolver. La cuestión de la utopía, digo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo no comunista compró la socialdemocracia. Hasta el franquismo desarrolló una versión propia. En ese sentido, el comunismo resultó útil. Al menos, como referencia. Porque, al otro lado del telón, el Estado proporcionaba Sanidad, Educación, Vivienda digna y otras cosas. A este lado, no parecía inteligente mantener el statu quode «Novecento».

Sería interesante transcribir la charla de Shevardnadze y Gorbachov a finales de los setenta. Ambos eran cuadros del partido, comunistas de buena fe y honrados. Y los dos estaban igualmente convencidos de que había que reformar en profundidad a la Unión Soviética. Aquello no funcionaba. No proporcionaba buenas condiciones de vida. Claro que aquella reforma era imposible sin destruir las raíces del sovietismo.

Tras la implosión de la URSS y con China experimentando su propia transición al capitalismo, sobrevino lo que se planteó como el fin de la Historia. Nos quedamos sin segundo mundo. Y la socialdemocracia empezó a perder adeptos. El liberalismo se convirtió en neoliberalismo y el capital fluyó sin límites de una nación a otra. Hasta el crash del 2008.

 

El equilibrio quedaba roto.

 

En muchos lugares, los ciudadanos corrieron hacia las grandes plazas a gritar contra los poderes. Se hundieron gobiernos y surgieron partidos nuevos. Partidos enraizados en el pensamiento utópico del siglo XIX y en los movimientos revolucionarios del siglo XX. Afirmando la idea de que otro mundo era posible. Y que, con inteligencia y una acción concertada, era posible asaltar los cielos y gobernar para la gente.

En ninguna parte ello fue tan verdadero como en Grecia, cuna de nuestra civilización. El desastre económico e institucional fue consecuencia de la acción de gobierno de los partidos tradicionales, y estos fueron desalojados del poder por un líder y un partido que conectaba de modo directo con los ideales revolucionarios de la izquierda marxista-leninista.

Pero el marxismo-leninismo tiene una idea peculiar del parlamentarismo. Lo admite, en tanto en cuanto lo puede controlar. Si no, lo desecha como invento de la burguesía. Pero Alexis Tsipras, en Grecia, gobernó según las reglas. No podía hacer otra cosa.

El momento culminante de Tsipras fue hace años, cuando se planteó no pagar la deuda y abandonar la eurozona. E incluso la Unión Europea. Recuperar la soberanía plena y convertirse en una especie de Cuba entre Europa y Turquía.

Pero Tsipras tuvo un momento de lucidez, ante el abismo. Se detuvo, ante su país, y vio a Europa. Vio autopistas, vías férreas, aeropuertos, hospitales, telecomunicaciones. Vio un mundo que, el día después de la salida de Europa, recuperado el dracma — e irremisiblemente devaluado —, sería imposible de sostener. Se vio ante los mandos de una nave que echaría a miles de griegos a la emigración, una vez más. Y una Grecia muy digna, pero reducida al espejo de la Albania de Enver Hoxha. O poco más.

Tsipras, patriota, más que comunista. Se tragó ideología e orgullo, e hincó la rodilla delante de los poderes capitalistas de Europa. Hizo la utopía posible — ¿es que por gritar conseguimos el advenimiento de otro mundo? —. Sacarle un poco más de dinero a las clases medias, para sostener los servicios públicos e ir pagando la deuda.

Y el final, a la vista está. Que la clase media son mujeres. Y hombres. Y que el hombre es la medida de todas las cosas. Para el hombre, el límite del cielo es el suelo polvoriento que pisa. El lugar donde se deben desarrollar sus anhelos o donde acaban sus sueños. Y el sueño de la decencia de un líder es besar la tierra que lo vio nacer. Donde empieza y acaba la vida de sus conciudadanos.