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Amalia del derecho y del revés

A Gómez, Secretaria de Estado, jamás el hombre de las Azores la saludó como dios mandaba...

Amalia es tan culta, que lo disimula intencionadamente para no evidenciar las carencias de los demás. Tan verosímil, que no es creíble y menos aún en este ciclo del confuso vendaval. Tan amante de la vida, que es lo siguiente a hipocondriaca.

 

Esa mujer pudo, no hace mucho, ser alcaldesa de Sevilla, pero tenía dos problemas: primero, que los sondeos daban que podía ganar, y eso nunca jamás ni para A, ni para su contrario; y segundo – y tan importante como lo anterior- que algunos consideraron que le sobraban unos gramos, por delante y por detrás, que le faltaba tinte platino a su no melena, y sobre todo, que podías ponerla del derecho y del revés y no caía una sola moneda. Estaba limpia de polvo y paja, por lo tanto, era algo más que peligrosa y no había dossier con el que chantajearla.
Tenía – y tiene- la mala costumbre de decir lo que piensa, de mirar a los ojos cuando te habla y de no hacer lo que no debe aunque se lo mande su mismísimo Presidente. Va tan ligera de equipaje, que no lleva ninguno. Es tan políticamente incorrecta por su descaro con los suyos, que los intimida, y tan lúcida en el reconocimiento del error y del acierto, que demasiadas de las suyas la desprecian y otras, las menos, incluso se le someten. Los hombres la utilizan y ella, a veces, juega a dejarse – exprimiéndoles, eso sí- logrando sacarles así buenas plusvalías para los más débiles.
Es tan atípica arriba, que se ha bajado con la inestimable ayuda de su cúpula, de quienes ella deja que la pongan y la quiten, si es para hacer patria con los de abajo. Si fuera altita, delgadita, rubita, calladita, y no tan obsesiva con la justicia social, y con hacer coincidir el debe y el haber en los estadillos contables, posiblemente hoy no sería la Presidenta de la Cruz Roja, quizás fuera ministra de este gobierno en funciones.
Cuando fue Secretaria de Estado de Asuntos Sociales y domésticos con Aznar, y aun siendo una de las pocas personas de su gobierno que hizo cosas relevantes por la gente, jamás el hombre de las Azores la saludó como dios mandaba… Estaba de Ministro de Trabajo Javier Arenas, a quien Amalia profesaba una estimable lealtad personal. Ella cubría los vértices haciendo tándem con Manolo Pimentel, llevaba, lo que consideraban la cosa masculina de Empleo y Asuntos Adscritos, después… llegaron las Cumbres Borrascosas de William Wyler.
Recuerdo que los miércoles, en las sesiones de control al gobierno de España, solía tocarle con frecuencia al Ministro de Economía y Hacienda, el mismísimo Rodrigo Rato. Como, desde dentro, no había manera de arañarle calderilla para las cosas del segundo sexo, Amalia y yo misma decidimos tejer una red, menester habitual, y que no solo se hizo, como hoy reivindican algunos, en la Transición, sino que cada día, en cada barrio, en cada pueblo, se llegaban a acuerdos, sin traicionar a más iconos que el de la egolatría.

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Amalia Gómez

Siendo diputada rasa, como portavoz del tema mujer de IU, no olvidaba que se podía hurgar- para arrebatar conquistas- desde todos los flancos, y ponía rumbo al Ministerio, a mal comer con Amalia. Allí pergeñábamos cómo desde la tribuna del Congreso, yo podía remover públicamente los déficits de género de quién, casi literalmente, era el distribuidor de los billetes.
Y no seamos simplistas en calificar aquellos baratos menús de cincos euros, de engranajes de la pinza Aznar-Anguita, con la que tanto se fabuló. Amalia, también hizo mesa camilla con alguna que otra mujer, dirigente de otro partido igualmente relevante – y no afín- que, por razones obvias, se convierte en innombrable. Estas conjuras eran algo mucho más serio, puros lobbies de mujeres desafiando a las leyes de la gravedad política.

Excesivamente de carne y hueso

Yo sentía una cierta estupefacción cuando viajábamos juntas en el AVE y algún personal de la empresa en cuestión, se volcaba con ella de una manera tan endulzada que convertían la cortesía en reverencia. Y, a veces, los empleados parecían los atendidos y ella la azafata, porque se igualaba tanto que le costaba no servir ella misma las bebidas y los periódicos. Era excesivamente de carne y hueso, para ser quien era por los lares de Aznar.
Confieso que jamás me ayudó a mover un ápice con la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. No hubo manera. Lo peleaba con ella ilimitadamente, hasta que un día entendió que la única forma de evitar tan recargada presión fue susurrándome su santísima verdad: “Kechuchita, que no se te olvide nunca: hay dos cosas innegociables en mi vida, el aborto y el Orfidal”. Nunca más volví hablarle del peligroso asunto, pero fue tan honesta que me dijo: tú peléalo, porque estas tan convencida que no hacerlo sería traicionarte.
A nadie se le oculta que es extremadamente devota de sus propias imágenes, siendo los rezos tan medulares en su vida a veces ella misma se confunde con los hábitos de sus santas, que son pocas, pero son las elegidas. Y con la mirada en Santa Teresa, ella que puede, opta por sus propias Calcutas, situando en Marinaleda o en las Tres Mil Viviendas a sus iconos de la caridad.
Abandonó la política activa cuando acabó el siglo, pero pasados los años la necesitaron para ganar en todos los confines. Ella contestó que, aun teniendo el gusanillo azul gaviota, se resistía a la cultura del codazo palaciego y terminó diciendo un simple y rotundo:”no”. Le aburría soberanamente lo fratricida de “la melé”.
Se bajó definitivamente de la noria y desde las aulas – y desde sus legados manuscritos- escribió cosas como El arte de saber respetar, La escuela sin ley, o Urraca señora de Zamora. No olvido la presentación de este libro, en el flamante Hotel Alfonso XIII, como no podía ser menos, y en donde la perlas de ellas, y los pasadores de ellos, consiguieron desbancarla sin más reconocimiento, que el de garbanzo negro de aquellas legumbres.
Amalia es tan culta, que lo disimula intencionadamente para no evidenciar las carencias de los demás. Tan verosímil, que no es creíble y menos aún en este ciclo del confuso vendaval. Tan amante de la vida, que es lo siguiente a hipocondriaca, y aunque está convencida que la aquejan achaques poliédricos, la ciencia no duda que padece los mismos males de Charles Darwin, Marcel Proust, o Woody Allen, los imaginarios. Y para colmo de desfachatez a su entorno, es tan poco ostentosa que la bisutería para ella es pura joyería. Por eso ha decidido ser la protagonista de su vida, igual que su Doña Urraca, “la mujer que sin corona decidió el destino de su reino”. En su caso, darle la papilla a sus nietas y el pan a los hambrientos.

 

 

*Kechu Aramburu es Profesora. Ex eurodiputada, diputada y parlamentaria andaluza con IU. Actualmente es independiente.

 

 

Próxima entrega:

La mujer que se negó a ser ‘el descanso del guerrero’