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Apuntes sobre Defensa europea y la OTAN

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch*

La reunión de ministros de defensa de la OTAN, del pasado 15 de febrero, en Bruselas, se cerró sin novedad. Era lo lógico en una reunión “informal” (en este formato suele haber dos al año y en ellas no se adoptan decisiones). Lo único novedoso fue la asistencia del nuevo secretario de defensa norteamericano, James N. Mattis. También tuvo cierta atención mediática el debate sobre el potencial incremento de los presupuestos de defensa de las naciones. Nada novedoso tampoco, porque fue en la cumbre atlántica de Gales de 2014, cuando los jefes de estado y de gobierno acordaron converger, en el plazo de 10 años (hasta 2024), en un objetivo de gastos de defensa de un mínimo del 2% del respectivo PIB.
Además, el presidente Trump, tanto durante su campaña presidencial como después de ella, había explicitado su intención de demandar a los aliados un incremento de sus respectivos presupuestos de defensa, si querían seguir contando con el paraguas norteamericano. Requerimiento a unos, lógicamente, mayor que a otros, puesto que hay países (EE UU, Estonia, Grecia, Polonia y Reino Unido) que ya gastan en defensa por encima de esa “mágica” cifra del 2%. Por cierto, es en esa exigencia presupuestaria que cobra algún sentido el “diálogo para besugos” telefónico Trump-Rajoy, del pasado día 7 de este mes, en el que el primero le leyó la cartilla al segundo por ocupar España el antepenúltimo puesto en el ranking aliado de gasto defensivo.

 

Además, el presidente Trump, tanto durante su campaña presidencial como después de ella, había explicitado su intención de demandar a los aliados un incremento de sus respectivos presupuestos de defensa, si querían seguir contando con el paraguas norteamericano».

 

El recordatorio de Mattis a sus colegas era esperable. Aunque parece que alguno —nuestra ministra María Dolores de Cospedal, por ejemplo— se sorprendió por las formas, ya que fue una especie de apremiante ultimátum: «si no quieren que América modere su compromiso con la Alianza, cada una de sus capitales debe mostrar su apoyo a nuestra defensa común». Y es que mi viejo conocido Mattis es un marine de pies a la cabeza y, como tal, está acostumbrado a ir por derecho al grano. Naturalmente, nuestra ministra, que las caza al vuelo (si no lo hiciera no habría llegado donde está), se apresuró a confirmar que “España cumplirá su compromiso de alcanzar el 2%”. Faltaría más. Por palabras que no sea. Claro que si en política una semana es la eternidad, uno se imagina lo que son siete años, que es lo que falta para llegar a 2024. Porque ¿dónde estaremos cada uno de nosotros dentro de siete años?

 

Y es que mi viejo conocido Mattis es un marine de pies a la cabeza y, como tal, está acostumbrado a ir por derecho al grano».

 

Sin embargo, el mismo Mattis, dos días después de la ministerial OTAN, ha dulcificado su discurso —aprende rápidamente— al afirmar, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich 2017, que su país “estará con sus aliados en la OTAN frente a las amenazas conjuntas que se presenten”. ¿Se trata de una fuerte disparidad de criterio con su presidente? ¿Es la incoherencia del novato? ¿Es postureo? Es difícil de saber. Lo único verdaderamente cierto es que tras esa cortina dialéctica subyace una incertidumbre medular alimentada desde Washington: el futuro de la OTAN. O, si se quiere, el futuro de nuestra seguridad y defensa.
Al estar en juego nuestra seguridad y defensa, hay que abordar el análisis con amplias dosis de pragmatismo. Nadie puede negar que EE UU es el líder hegemónico de la OTAN. No solo por su poder militar, infinitamente superior al de cualquiera de los aliados (y de los 27 juntos), sino porque además contribuye con alrededor del 65% de los gastos de la Alianza. Y el que paga manda. Por eso, no es menos cierto —lo que certifico como antiguo general en la estructura suprema de la OTAN—, que nada importante se mueve en ella sin el conocimiento y explícito placet de EE UU. En consecuencia, ¿qué credibilidad puede tener la Alianza Atlántica como instrumento de defensa colectiva, cuando el propio presidente norteamericano la ha calificado de “obsoleta”? Y, más aún, ¿qué recorrido cabe esperar de la OTAN, cuya esencia reside en que “un ataque a uno es un ataque a todos”, si ese mismo líder, al grito de “America first”, ha anunciado el repliegue de su país hacia el neoaislacionismo en lo político y el neoproteccionismo en lo económico y comercial. ¿O es deberíamos comulgar con ruedas de molino, o quizás confiar en que Trump logre la cuadratura del círculo? Mucha incertidumbre y demasiadas incógnitas.

 

Lo único verdaderamente cierto es que tras esa cortina dialéctica subyace una incertidumbre medular alimentada desde Washington: el futuro de la OTAN. O, si se quiere, el futuro de nuestra seguridad y defensa.

 

En un planeamiento serio del sensible campo de la seguridad y la defensa pueden existir algunas (pocas) asunciones racionales. Pero las incógnitas no son de recibo. Después del toque de atención que, para la defensa continental, suponen las incógnitas planteadas por la nueva administración norteamericana, parece llegado el momento de una reflexión profunda sobre el desarrollo de una defensa genuinamente europea. Si la Unión Europea (UE) quiere seguir adelante con su proceso integrador, y si desea asimismo poder jugar un papel de primera línea en el concierto mundial, necesita contar con un instrumento de defensa propio, autónomo y suficiente. Porque frente a los desafíos y amenazas que nos rodean no cabe otra solución lógica que una Europa fuerte, unida y abierta al mundo. En definitiva, lo que ahora toca es preguntarnos qué clase de compromiso queremos con nuestra Europa, si cada uno de nosotros no somos capaces de esforzarnos en la defensa de todos.

 

*Pedro Pitarch es Teniente General del Ejército (r).

@ppitarchb