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Bibliotecas y lectores, la resistencia silenciosa

“El libro es un ser viviente. Está consciente y en su pleno juicio; cuadros y escenas son lo que ha traído del pasado, lo que recuerda y no está dispuesto a olvidar”.

 

LA LECTURA RECLAMA SU LUGAR EN EL MUNDO

La razón de ser no es otra, aunque pueda parecer evidente, que la de los propios lectores. Hacedores y verdaderos protagonistas de ese hilo intemporal del conocimiento y proceso intelectual que acaece entre idea y palabra. Una travesía tan excitante como desconocida que requiere la disposición exigente de aquéllos. Requerimiento que se corresponde equitativamente con la recompensa que obtendrán: la celebración de la empatía anónima. Doblar la página final, encarando los últimos párrafos o versos de la obra que absortos mantienen entre las manos, les posibilita secundar a los que antes se adentraron en ella para desentrañar la historia que cuenta. Y a los que, tras ellos, en el futuro más inmediato o distante lo harán, quizás, motivados por su propia recomendación.

EXISTE UN GERMEN DE MEMORIA COLECTIVA

que se recompone en cada lectura. Este detalle no menor explica la orientación emotiva que propicia y su consecuencia más inmediata: los lectores somos herederos y fedatarios de las historias que dejaron su halo y poso, aire y huella, materia y espíritu en donde reconocernos o rehusarnos. No se trata de espacios comunes. Son paisajes que adquieren relieve y fisonomía singular en cada lectura, por cada lector y según en qué tiempo. “El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron a esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido”. Emilio Lledó concreta y define con su afirmación la trascendencia del fenómeno lector en la corriente viva que se manifiesta como copioso manantial en cada uno de los que amamos el libro como ser vivo que recuerda. La palabra “recordar” proviene del latín recordari. Significa “volver a pasar por el corazón”. La lectura nos hace pasar dos veces por el corazón que palpita en la memoria del texto. Boris Pasternak con la poderosa capacidad lírica de reverter en vida la angustia existencial que sufrió, incorpora la dimensión de la conciencia que fortifica frente a la omisión, “El libro es un ser viviente. Está consciente y en su pleno juicio; cuadros y escenas son lo que ha traído del pasado, lo que recuerda y no está dispuesto a olvidar”. De ahí que no dude en encender en la propia materia literaria y, por consiguiente, lectora, la mecha que no cesa en arder, “Un libro es un fragmento de la conciencia abrasadora, humeante, nada más”. Y nada menos. La afirmación del poeta y novelista ruso contiene en sí misma la pureza del ideario lector. Porque, ¿cómo no entender la edificación del pensamiento si no es a través de la lectura? ¿Cómo no apreciar que en la combinación del alfabeto existe la gran aventura jamás contada a la que se enfrenta el ser humano para interpretar el mundo y nombrarlo?

 

EN EL PRÓLOGO QUE HERBERT GEORGE WELLS

 

incorpora a su obra de juventud La máquina del tiempo, señala que “La idea de este libro ahora pertenece a todos”. Resulta fascinante esta declaración de principios que dota a ésta, como a cualquier otra obra, de la legitimidad que sólo proviene de su lectura. Es decir, de los lectores, sujetos proactivos en este proceso de abstracción. Las ideas tan solo dejan de serlo cuando se expresan, leen y comparten. He ahí otro rasgo definitorio del peso humano de la lectura cuando la compartimos. El preciado gusto que experimentamos nos induce a procurar que las narraciones que han motivado nuestro interés lo provoquen en otros. El autor británico en ese mismo prólogo nos habla de la intrahistoria de esta novela de juventud –la califica de “valores desiguales”- y las circunstancias que rodearon su escritura. En cierta manera no es causa de extrañeza que en tales condiciones la imaginación le llevará a refugiarse, aún más si cabe, en la ficción reveladora de un mundo que describía la degeneración e involución del ser humano en el futuro,

 

“Recuerda el autor que la estaba escribiendo una noche de verano junto a una ventana abierta, cuando una molesta patrona se le puso a gruñir y protestar desde las tinieblas del otro lado de la puerta, porque estaba gastando mucha luz; con su mal humor quiso exteriorizar, al mundo que dormía, sus pocas ganas de meterse en la cama, mientras la lámpara aquella siguiese luciendo. Esta fue el doméstico suceso a cuyo compás escribió la obra”.

 

Los antecedentes lectores del autor de “El hombre invisible” se remontan a la edad de ocho años. Y son propiciados por un accidente. La fractura de una de sus piernas, y posterior resección, le mantuvo en cama. Durante ese tiempo su padre le facilitaba libros gracias a la biblioteca. Esto despertó en él una atracción y vocación por la lectura que le acompañó toda su vida. La intermediación afectiva comporta otro fundamento esencial para ensanchar ese cauce benefactor que vierte la lectura si aceptamos el envite y no bajamos los brazos en los primeros escarceos. La agradecida pugna comienza en la primera página pero no termina en la última. Una lectura lleva a otra. Son llaves que abren puertas una y otra vez sinfín.

 

LA LÍRICA DE LA LECTURA SE HALLA EN EL SILENCIO.

 

Los libros reposan en los anaqueles a la espera de su oportunidad bajo el rictus del mutismo y la placidez del recogimiento voluntario. La paciencia es su virtud y atributo. Toda obra aspira a ese silencio que lo relacione estrechamente con el lector y que abunde en la íntima complacencia. El silencio es el cordón umbilical que existe entre ambos y que los retroalimenta. La autenticidad de la comunicación entre escritura y lectura es una experiencia que no sólo trasciende formalmente desde la propia interpretación de los signos, en el contexto histórico y evolutivo y hasta la significación literaria que lo consagra como objeto sagrado del conocimiento, o repudia precipitándolo al fuego que lo convertirá en cenizas. “Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”. El poeta y ensayista alemán Heinrich Heine auguraba lo que años más tarde aconteció en Berlín. El 10 de mayo de 1933 los libros ardían en la oscura noche. Los nazis iluminaban Bebelplatz con una enorme hoguera a la temperatura de Fahrenheith 451. Era la invitación al oscuro túnel de las cámaras de gas y los crematorios. Y es que la quema de libros atraviesa la línea del tiempo con el perverso fin de incinerar la memoria. Cuatrocientos años antes, concretamente en 1499, el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros prendió la llama que redujo a cenizas más de 5000 obras en la Plaza Bib-Rambla de Granada. Su notario Juan Vallejo describió el terrible hecho con ese halo de objeción moral, política y religiosa en la que el libro supone una amenaza, “Para desarraigarles del todo de la sobredicha su perversa y mala secta, les mandó a los dichos alfaquís tomar todos sus alcoranes y todos los otros libros particulares, cuantos se pudieron haber, los cuales fueron más de 4 o 5 mil volúmenes, entre grandes y pequeños, y hacer muy grandes fuegos y quemarlos todos”.

 

EL LIBRO ES MEDIDA AJUSTADA DEL SER HUMANO

 

en cuanto a que lo es de su pensamiento y libertad de elección. De ésta última pende su decisión para adentrarse en la profundidad de su contenido crítico o participar del auto de fe que lo condene a las llamas. El tiempo queda detenido en ellos como una pequeña muerte hasta que una mano los entresaca de la estantería y abre sus páginas. Así vuelve a la vida o, quizás, a los sueños,

 

“Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano”.

 

Jorge Luis Borges anota la resistencia a desprenderse del onírico hilo o incierto destino de los únicos espacios comunales que institucionalmente subsisten en el umbral del siglo XXI: las bibliotecas. Y es que como asevera su compatriota el escritor argentino Alberto Manguel la verdadera significación de éstas reside en el poso de conocimiento y sensibilidad que rescatan, “La biblioteca atesora la memoria”. La memoria lectora permitió al autor argentino enfrentar la enfermedad cerebral que padeció. No podía conectar ideas y palabras. Entonces, buscó refugio en la biblioteca imaginaria que su mente conservaba en penumbra. Aquellas lecturas de tiempos anteriores fueron la rosa de los vientos que emergió súbitamente para indicarle el camino de salida del laberinto en el que se hallaba.

 

LAS BIBLIOTECAS SON VESTIGIOS DEL IMAGINARIO DEL SER HUMANO.

 

La propensión de éstas evoluciona desde hace cinco siglos a través de los diversos soportes de los textos: las tablillas, hacia el año 3500 a. de C. pasando por el rollo de papiro, hacia el 2400 a. de C. y el códice. En el año 1450 Misal de Constanzaes el libro impreso más antiguo. La aparición de los libros electrónicos en el año 1971 es el vínculo entre tradición y contemporaneidad. El libro es un objeto versátil que consolida su existencia en la pura necesidad humana de transcribir su memoria, sea en papel o formato digital. “Leer siempre fue y siempre será cosa de una minoría y no vamos a exigir a todo el mundo la pasión por la lectura”. La reflexión de José Saramago es obvio que puede resultar desalentadora. Sin embargo en su enunciado hay un componente de rebeldía y esperanza que apela a la conciencia de los lectores: somos corresponsables de lo que leemos. Invitemos a otros a que lo conozcan. Ejerzamos el proselitismo benefactor de ganar adeptos para la causa de la lectura, sumando sensibilidades desde la extensión de la nuestra.

José Saramago

 

 LA LECTURA ES EXIGENTE Y GENEROSA.

 

Apela a la inclinación emotiva e intelectual para que apreciemos su transformación. Tras la lectura de un libro ya no somos los mismos. Los libros son ventanas abiertas al mundo. Las bibliotecas son edificios diáfanos que nos exhortan a la contemplación de aquél. La interpretación de este mundo es, en cierta manera, la suma de lecturas sobre sí, de miradas sobre aquél. Es decir, las vivencias fabuladas, historiadas y literarias que hablan de lo que somos: conciencia viva. Los bibliotecarios son apasionados catalizadores de la lectura. Su intermediación es tan imperceptible que, sin apenas denotar su presencia, todo parece fluir de forma natural. No es así. El trabajo subliminal de los bibliotecarios radica en aglutinar la disposición anímica más favorable en la interrelación con los usuarios de las bibliotecas. Se trata, al fin y al cabo, conscientes o no, de la construcción de una memoria de futuro, la que leemos y nos hace ser más humanos. De ahí que ante el cerco al que se somete al pensamiento libre desde la intransigente inmediatez, la ausencia de reflexión y reposo, la confusión entre opinión e información, la mediocridad enmascarada de pose y gesto y, lastimosamente, el océano digital contaminado por lo banal y fútil en que se ha convertido internet, las bibliotecas y los lectores son esa resistencia silenciosa que profesa amor a los libros. Tal vez por eso Franz Kafka, en una carta a su amigo Oskar Pollak fechada en 1904, afirmara con ternura desgarradora “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.