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Sobre el buenismo (réplica a Marcial Vázquez)

¿Somos buenistas e ilusos los que pedimos que se deje de comerciar con Arabia Saudí, una dictadura que financia a los terroristas, en lugar de un bombardeo indiscriminado?

Eduardo Simiente/ Opinión del lector.- «Si algo caracteriza a esta sociedad post-moderna es que nos enseñan a no pensar». Dado que el pensamiento es al ser lo que el fuego a la fragua, matizaría sensiblemente la afirmación anterior; dudo que en esta sociedad posmoderna nos enseñen a no pensar, si no a pensar en una determinada dirección, dentro del reducido catálogo de ideologías funcionales a la conservación del organigrama. La posmodernidad conlleva la consagración del individualismo, el fin de las ideologías, la uniformización, la insensibilidad, la pérdida paulatina de los lazos que permiten a los individuos aislados sentirse parte de un todo, llámese humanidad o clase obrera. La posmodernidad conlleva, en suma, una dosis alta de distanciamiento y desinformación, de atomización y aislamiento emocional.

No confío en la moral de mis coetáneos occidentales posmodernos. La moral hegemónica en nuestro país acumula siglos de patetismo beato y una supina motivación por comprar alta tecnología, café malo y hamburguesas de plástico. Quizá por solidaridad para quienes padecen los mismos hábitos, mis coetáneos occidentales posmodernos sienten una ligazón rayana en el vasallaje para con las víctimas de la violencia en países desarrollados. «Es lógico –me suelen comentar– que me afecte más la muerte de mi vecino que la del extranjero. Lo contrario es demagogia izquierdista». No sé. Marruecos es nuestro país vecino y nunca he visto la bandera marroquí en el Facebook de nadie cuando los inmigrantes mueren de frío en el estrecho, o ahogados porque nuestra policía civilizada les dispara mientras están nadando. Será que lo que nos venden por vecindad no tiene tanto que ver con la proximidad. He visto recibir en mi ciudad un crucero que venía de Inglaterra, a cuya llegada asistieron todas las autoridades políticas con productos típicos, viandas y parabienes, mientras naufragaban las pateras pocos kilómetros más allá. No confío en la moral de quienes consideran vecinos sólo a quienes pueden pagar el estatus de vecindad, mientras considera bárbaros al resto, recuperando la infame noción de ciudadanía que nos dejaron los romanos. A ellos les servía para invadir impunemente civilizaciones, con la aquiescencia de una ciudadanía convencida de que su modelo político y de sociedad era conveniente para todos los pueblos bárbaros. Conveniente y por lo tanto imponible por la vía de la guerra.

El relato de la barbarie se produce en régimen de monopolio. Unas pocas agencias informativas nutren unos pocos de medios que informan de manera estandarizada, en serie y en cadena, sobre quién es nuestro vecino cercano y quién no. Tras lo de París he llegado a escuchar un programa de radio monotemático sobre cómo explicar a tus hijos el atentado sin que se traumaticen. Aparecían testimonios de madres y padres preocupados por articular un relato lo suficientemente naïf y peripatético para explicar a sus hijos el motivo de los atentados: «Hay unos señores muy malos que hacen daño y unos señores buenos que tratan de evitarlo». Los señores buenos que tratan de evitarlo son nuestros soldados, policías y gobernantes. Los gobernantes que entendieron que Sadam Hussein y Gadafi eran señores malos y merecían un bombardeo. Que los ciudadanos irakíes y libios sufrían un modelo político de bárbaros que requería una invasión democrática para que gozaran de nuestras sacrosantas libertades occidentales. A la postre, estas guerras reclamadas por occidente han desencadenado lo que desencadenan todas las guerras: miseria, desgobierno, destrucción, violencia y muerte. Un contexto ideal para que las empresas occidentales metan mano y exploten sus recursos.

Quiero acabar con los asesinos fundamentalistas ahora, pero también quería antes, cuando el gobierno francés decía a la comunidad internacional que había que entregarles armas y entrenarles

Habida cuenta de que son estas empresas las que financian los medios de comunicación que construyen el relato del vecindario, de la bondad, la maldad y la legitimidad democrática, me supera emocionalmente que me hagan posicionarme ahora sobre si quiero guerra o no quiero guerra. Nos ametrallan con el terror diariamente en los informativos, nos venden que un grupo de asesinos fundamentalista nos tiene en el punto de mira y ahora nos preguntan: «¿Quieres, hijo, que acabemos con ellos?». A ver, claro que quiero. Quiero ahora y quería antes, cuando esos asesinos eran luchadores por la libertad contra el régimen de Al Assad. Quería acabar con los fundamentalistas también cuando el gobierno francés decía a la comunidad internacional que había que entregarles armas y entrenarles, por mucho que anduvieran cortando cabezas a los cristianos en un país como Siria, en que había libertad religiosa y una sociedad plural en la que convivían diferentes credos en armonía. ¿Es esto lo que llama «buenismo» esa nueva corriente de pragmáticos, que pide una guerra contra el terror como el que pide un gin tonic en la barra de un bar, ignorando los incalculables daños que una guerra conlleva siempre contra los sectores desfavorecidos? ¿Somos buenistas e ilusos los que pedimos que se deje de comerciar con Arabia Saudí, una dictadura que financia a los terroristas, en lugar de un bombardeo indiscriminado sobre un territorio que apenas conocemos, salvo por las informaciones sesgadas que nos prestan los patrocinadores del terror?

“La guerra es siempre un horror y un fracaso del hombre como ser racional”, dice Marcial Vázquez en su columna de Confidencial Andaluz. No sigas, Marcial. No digas “la guerra es siempre un horror, pero…” porque ese “pero” siempre da lugar a razonamientos terribles. Me recuerda a cuando me dicen “no soy racista, pero…” o “no soy machista, pero…”. Después del pero, uno siempre se demuestra racista, machista o belicoso. La guerra es siempre un horror y por eso no quiero guerra. Porque las guerras nunca han solucionado nada y sólo han servido para incrementar la caja de las empresas armamentísticas, los bancos y las compañías petrolíferas, por cuyo beneficio mueren nuestros soldados y los civiles de los países invadidos.

Toda vez que uno se siente usuario de valores superiores –la democracia, la igualdad, la paz– lo último que debe hacer es mantenerlos mediante la violencia, porque entonces dejarían de ser valores. Supongo que estará usted en contra de la pena de muerte. Sí, hay asesinos despiadados, pederastas infectos, maltratadores, delincuentes irredentos que sólo buscan hacer daño. No quiero matarlos. No quiero, porque lo que me diferencia de ellos es que yo no mato ni estoy de acuerdo con lo que hacen. Es también lo que me diferencia del DAESH o de Al-Nusra. Es también lo que me diferencia de Hollande, de Bush, de Aznar, de Zapatero y lo que me diferencia de usted. A diferencia de vosotros, prefiero cortar relaciones con los países que amparan el terrorismo, prefiero denunciar a mi jefe de Estado por ser amigo de dictaduras sanguinarias, prefiero descreer a los medios de comunicación que me vendieron el terror como respuesta adecuada. Si dedicamos un poco de tiempo a reflexionar, surgen soluciones alternativas al bombardeo para acabar con el yihadismo por la vía de la diplomacia. Puede que a usted le parezcan buenistas; está en su derecho. A mí los bombardeos, además de malistas, me parecen ineficaces, dañinos, perversos e interesados. Y promoverlos, desde la comodidad de un salón caldeado, un acto de verdadera irresponsabilidad.