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El cachondeo de las lenguas locales

Hay jurisprudencia suficiente para atajar el problema.

Esto de la lengua vehicular está muy liado. Durante mucho tiempo, ha habido dejación por parte del Estado de su responsabilidad de Alta Inspección del sistema educativo de las Comunidades Autónomas, que se estableció a partir del R.D. 480/1981, de 6 de marzo. Siempre pensé que las lenguas locales constituían un activo más del gran acervo cultural español. Creía que era una diversidad enriquecedora, que suponía un factor de cohesión y potenciación de la unidad en la variedad de la sociedad española. Sin embargo, la politización lingüística y el furibundo debate sobre las lenguas y dialectos que existen en España obligan a replantearme la cuestión. Ejercicio al que invito a los lectores.

 

Y así, las lenguas locales que, en principio, son una riqueza cultural han sido trasteadas políticamente, para convertirlas en la mejor palanca para la diferenciación y la separación de sus parlantes del resto de los españoles.

 

Lo más cierto es que el llamado estado de las autonomías, derivado de la Constitución de 1978, ha dado pié al fortalecimiento progresivo de nacionalismos latentes en la sociedad española, así como de independentismos radicalizados que amenazan la unidad de España. Esto es especialmente aplicable a aquellas Comunidades en las que se puede apelar a una lengua o dialecto distintos del multisecular idioma común a todos: el castellano o español. Y así, las lenguas locales que, en principio, son una riqueza cultural han sido trasteadas políticamente, para convertirlas en la mejor palanca para la diferenciación y la separación de sus parlantes del resto de los españoles. La llamada “inmersión lingüística” en Cataluña ha dado lugar a que haya allí ya muchos niños que no pueden tan siquiera expresarse correctamente en la lengua común del Estado. En definitiva, a la lengua, elemento de comunicación integrador por definición, la han convertido perversamente en un factor desintegrador en la vía secesionista hacia la quiebra del Estado y la Nación.

Observando detenidamente el conjunto del escenario nacional desde la óptica lingüística son incalculables los esfuerzos, energías y recursos quemados ―y tantas veces impuestos―, en la enseñanza de lenguas y dialectos que, en la práctica, no tienen proyección apreciable fuera de la comunidad de origen. Es absurdo y doloroso obligar a niños y jóvenes en las escuelas, colegios e institutos a aprender unas lenguas locales que muy poco o nada aportan a su currículo posterior, cuando traten de buscar un trabajo fuera de su Comunidad. Y ya no digamos la estupidez supina en Baleares donde el gobierno autonómico se ha empeñado en filtrar ―léase: excluir― de las convocatorias de plazas en la sanidad balear (IB-Salut), a los candidatos que no tengan un alto nivel de conocimiento del catalán. ¿Pero qué cachondeo de país es éste? ¿Por qué el Estado no interviene ante esa flagrante desigualdad que, en mi opinión, atenta tanto contra el espíritu como la letra constitucional (artículo 14)?

 

Hay jurisprudencia, tanto del TC como del TSJC, indicando que el castellano también debe ser lengua vehicular en los colegios de Cataluña. Pero eso no se logra dedicando solo dos o tres horas a la semana (cuando se dan) al castellano.

 

La imposición de la enseñanza de la lengua local en Cataluña no es una bagatela. Por el contrario, tiene un objetivo claro y perverso y una finalidad de largo alcance. El objetivo esencial es el adoctrinamiento de las personas desde las escuelas. Desde una lengua propia y excluyente se facilita la inoculación del virus nacionalista, así como el control de las voluntades y la formación de conciencias secesionistas en los más jóvenes. La finalidad es lograr, con el paso del tiempo, unas mayorías que fácilmente se decantasen, en su momento, por la fractura de España.  Y, frente a eso, el Estado no puede quedarse mirando al tendido, sin garantizar los derechos de todos en Cataluña sean o no catalanoparlantes.

Hay jurisprudencia, tanto del TC como del TSJC, indicando que el castellano también debe ser lengua vehicular en los colegios de Cataluña. Pero eso no se logra dedicando solo dos o tres horas a la semana (cuando se dan) al castellano. Aunque personalmente me parezca insuficiente, eso se cumpliría (sentencia del TS, de mayo de 2015,  ratificando una anterior del TSJC) impartiendo un 25% de las clases en castellano, incluyendo una asignatura troncal. Hay que tener en cuenta, además, que no se trata solamente de las sentencias de los más altos tribunales ―lo que ya es suficiente resorte―, sino también mandato de la razón: se está hurtando a los padres su derecho a elegir la lengua vehicular de sus hijos.

El Gobierno de España es responsable de tanto desafuero por no reaccionar activamente, antes y ahora, frente a ello. Tiene la obligación de garantizar la función vehicular del castellano. “Me cueste lo que me cueste” como una vez dijo Zapatero, por mucho que ahora el nuevo liderazgo de su partido mantenga una actitud asquerosamente tibia en este asunto. Con el 155 (“light”) en vigor y, por tanto, responsable ―por doble vía (Alta Inspección y gobierno de la Generalidad)― de la política educativa en Cataluña, el Gobierno tiene la posibilidad y la obligación de exigir, a los centros educativos catalanes, cumplir las leyes y las resoluciones judiciales. No sobraría que, como tantos padres piden en Cataluña, se introdujera la llamada casilla lingüística en las preinscripciones del próximo curso, para que así pudieran indicar expresamente si quieren o no que sus hijos tengan el castellano como lengua vehicular. “Dura lex sed lex”.