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Cambios de camisas, alianzas y chanchullos

Movido por la curiosidad llegué al abarrotado local, me senté en la última fila y esperé la intervención de don Pedro Ruiz Berdejo.

 

Aquella calurosa tarde del mes de julio anunciaron por el pueblo con un megáfono de metálicas palabras, boquiabierto y atado al techo de un coche: «¡A las ocho en el salón del sindicato Reforma Social Española dará una charla!». Movido por la curiosidad llegué al abarrotado local, me senté en la última fila y esperé la intervención de don Pedro Ruiz Berdejo. El conocido abogado sevillano hizo una apología de la asociación política (artificial puente entre la agónica dictadura y la fetal democracia).

Al terminar deseaba recibir preguntas, pero el silencio permanecía. Entonces decidí, con mi mejor dicción y fuerza por estar al final: «Hay una laguna en su intervención. No ha dicho cuál es la posición de Reforma Social Española sobre la legalización del Partido Comunista. Eludir la cuestión sería un error: el numeroso colectivo existe y mantenerlo perseguido no sería conveniente». Tal vez el hombre no esperaba una pregunta tan capciosa porque necesitó recurrir a sus dotes profesionales de abogado para esparcir tintas de gran calamar. Nadie más preguntó. El silencio volvió a adueñarse del recinto.

 

«¡A las ocho en el salón del sindicato Alianza Social Española dará una charla!». Movido por la curiosidad llegué al abarrotado local, me senté en la última fila y esperé la intervención de don Pedro Ruiz Berdejo.

 

Volví tan solitario como llegué y calle abajo inicié presuroso el camino a casa. Habría recorrido unos cien metros cuando escuché: «¡Oiga, oiga, sí, a usted!  Por favor, don Pedro desea conocerle… es por su pregunta». Se trataba de un ayudante del conferenciante. «Lo siento, tengo prisa, no dije nada en casa y pueden encontrarse intranquilos». Consideraba absurdo ‘el invento’ del señor Cantarero del Castillo. Apenas anduve cuando un policía local me abordó: «El alcalde desea verle, se encuentra en ese bar».

Estaba al final del mostrador, sitio habitual del edil. Su semblante era de los expertos en dar  pésames. «Acaban de decirme: ‘El yerno de Pedro es comunista, se ha destapado en la charla’. ¿Me lo confirmas?». Su guardia personal, dos municipales, quedaron a unos metros del mostrador, vigilantes, quizá por si el comunista atacaba. Con una sonrisa forzada le dije: «¡Vaya velocidad de los mensajeros! Será por la pregunta, claro. Pues les faltaron perspicacias para relacionar mi duda con la conclusión». Al cabo de un rato de charla tensa, durante la cual le propinó al mostrador varios puñetazos haciendo saltar lágrimas a los inocentes vasos, teatral evidencia de la debilidad de sus argumentos, recalcó los muchos logros del Movimiento, la construcción de viviendas sociales, etc. Más tintos de invierno ingirió y más golpes sobresaltaron al atento personal. Los municipales se acercaron por si acaso la sangre manchaba el mostrador y el edil, todo él autoridad, les dijo fatuamente agotado: «Podéis retiraros». Al dejarlo más confuso una jolgoriosa satisfacción tuve. Pensé en lo difícil de la convivencia en las comunidades pequeñas: todo se sabe,  colorean a su albur y después ni venden el disolvente limpiador.

 

Al cabo de un rato de charla tensa, durante la cual le propinó al mostrador varios puñetazos haciendo saltar lágrimas a los inocentes vasos, teatral evidencia de la debilidad de sus argumentos, recalcó los muchos logros del Movimiento.

 

Pues bien, quiero decir mal. El alcalde, pasado los años, se hizo militante del PSOE, frecuentando el bar de la agrupación. Ahora comprendía la bondad de los socialistas; no eran tan malos como los pintaban sus antiguos correligionarios y había antiguos camaradas. Total, cambiar la camisa vieja por otra nueva de seda tampoco era un crimen.

Y pasaron los años. Un día, terciada la cosa, charlando con un amigo joyero me comentó. El alcalde de tu pueblo encargaba personalmente los trofeos: «Carlos, abulta la factura y dame la diferencia, nadie se va a enterar y tú no lo vas a decir». Otro día —continuó el amigo— se presentó con un texto escrito para una placa donde debajo de su nombre decía: El pueblo en agradecimiento por los muchos servicios prestados durante los años de su mandato.  «Me pones la mejor y me haces el descuento habitual. Como a nadie se le va ocurrir hacerme un homenaje, soñaba con tenerla para recuerdo de mi familia».

 

El alcalde, pasado los años, se hizo militante del PSOE, frecuentando el bar de la agrupación. Ahora comprendía la bondad de los socialistas.

 

¡Cuántas historias semejantes dormitarán en aquellos catres desvencijados! ¡Cuántos sueños, y autoengaños! ¡Felicidades si los actuales regidores se contentasen solo con los descuentos del joyero! Hoy, un trinconazo de un millón de euros es pecata minuta. Se nota el alto nivel de vida alcanzado…