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Candidatos a una medalla por sus trabajos artísticos

Su forofismo quizá me contagie y todas las dudas penosamente arrastradas quedarían superadas en el crepúsculo matutino, envuelto en sevillanos olores.

Tengo unos candidatos idóneos para recibir —bien colectivamente o al más eficaz en representación del grupo— la medalla al mérito en el trabajo. Su labor es desinteresada, pagan de sus bolsillos el material y laboran por las noches, los pobres, cuando los demás medio descansamos. 

Cuando digo medio descansar me refiero a casi todos los de mi quinta porque la tiránica próstata nos obliga a realizar numerosas excursiones nocturnas, disipados los sueños más placenteros, aunque ahora menos deleitosos por lo de la crisis ─siempre hay una crisis─ y todo lo demás. Entonces me doy un paseíto por la casa y me asomo al balcón, cámara digital al frente, con la esperanza de obtener a partir de la foto un boceto para una medalla subvencionada, claro. Pero a pesar de mi buena voluntad todavía no lo he logrado, aunque mis esperanzas continúan intactas. 

Cuando en regiones más allá de Despeñaperros nos critican por nuestra escasa laboriosidad siempre me acuerdo de ellos, de esa numerosa tribu invisible y de frenesí nocturno, de posibles vesanias por culpa, tal vez, de virus artísticos exclusivos acomodados en sus neuronas. O quizá sean genios incomprensibles para los educados en el rancio arte clásico.  

Pues a lo que iba. Decía iba a por ellos entre ilusiones perdidas cuando una mañana vi aparcado un magnifico furgón de Lipasam con una cuadrilla de operarios limpiando la fachada y una bella cancela acristalada frente a mi domicilio. Provistos de mascarillas y guantes parecían astronautas mientras observaban el fruto de su trabajo: negros chorreones grises, perezosos, mezcla de blancos y negros de película de Hitchcock, cayendo en el acerado. 

Como el afán de superación de los mencionados artistas aumenta, solo dos colores en un contexto de abstracción, quizás piensen lograr más eficazmente sus objetivos de la belleza plástica, tal el Guernica de Picasso, por ejemplo. 

Repito, daría algo  (aunque imite a Antonio Tabucchi con su repetitivo «sostiene Pereira…») por lograr una tertulia con ellos, con los artistas de la noche por mi poco entender y escasa sabiduría sobre sus vidas y aspiraciones. Estaría dispuesto a acompañarles una madrugada para observar sobre el propio terreno, o sea, fachadas, puertas de garaje o lo que pueda ser pintado, el placer en sus rostros, sus caídas de baberíos, el regusto por perpetuar sus modernas obras pseudotaquigráficas sobre toda superficie de la ciudad,  y a más limpias mejor. Sus glándulas adrenalíticas las tendrán muy desarrolladas, como hermosos melones de La Mancha, dadas las intensas excitaciones producidas en los goces solitarios, eretismos sucesivos de adicciones. 

En fin, sostenía Pereira y repito yo, mi ilusión de ir con ellos después de un trabajo bien hecho para invitarles a unos calentitos de frente al Arco de la Macarena. Su forofismo quizá me contagie y todas las dudas penosamente arrastradas quedarían superadas en el crepúsculo matutino, envuelto en sevillanos olores primaverales para actualizar mi pobre sentido estético. Recuperada la razón de mi sinrazón, sería un fan de mis sufridos amigos, autores de los ilegibles grafitis.

Pero como todo lo imaginado puede ocurrir y ocurre, pudiera volver a casa con un grafiti en la espalda y un monigote de tontaina, ocurrencia subliminal de algún artista en mis momentos de mayor distracción oyendo sus argumentos.    

En tiempos pasados, cuando los obreros iban a trabajar en las primeras horas del día, miraban alrededor por si algún engabardinado con una mascota tapacalvas y el bigotito alargado reglamentario los observaba. Despejado el patio pintaban un muy legible y breve mensaje: «¡Pan y libertad!», por ejemplo. Hoy, desaparecidos los obreros, los especialistas llevan un comodón coche no al tajo sino a un aparcamiento cubierto. Ni miran los garabateos de sus herederos por si acaso alguna consigna resucita.  ¡Aburrida vida…!