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Carteras ministeriales

La mía tenía dos departamentos y las de ellos cinco, más otros cubículos, más cerraduras anticacos, más las ansiadas letras doradas enseñadas con profesionalidad.

En mi infancia tuve una de cuero, deseo sostenido durante años, dado su coste. Por fin, un seis de enero apareció en el balcón como salida de la magia, al unísono con un tímido crepúsculo: era generosa y bella. Dos correas la rodeaban y un par de hebillas garantizaban el sobrepeso. De inmediato la paseé, rebosante de crueles vanidades.

 

Muy lejos estaban las mochilas actuales de plástico, minimaletas de loas al consumo, peligro cierto de escoliosis, premonitorias de largos desplazamientos, tal vez al extranjero para ganarse la vida los colegiales actuales, sin monotonía alguna de lluvias tras los cristales.

 

En días pasados me la recordaron los ministros en el pase por Moncloa, diferencias incluidas, claro, pero de filosofía similar. La mía tenía dos departamentos y las de ellos cinco, más otros cubículos, más cerraduras anticacos, más las ansiadas letras doradas enseñadas con profesionalidad, quizá con entrenamiento previo ante la familia: «Juan, no tengas prisas, gírala para envidia de quien la deseaba tanto como tú…».

El porche monclovita, acostumbrado a servir de escenario acogió de nuevo un espectáculo de futuros héroes y los olores a piel vacuna evidenciaban legitimidades. Algo así como el legendario hombre del oeste americano cuando antes de estrenar su nuevo colt, paseaba sus limpias cachas en señal de poderío con algo de mala leche.

Tanta cartera para llevar un solo libro: la enciclopedia  Álvarez, un par de cuadernos,  un plumier de madera y un prohibido taquito de cromos del Guerrero del Antifaz. Después intenté rellenarla con algunos cachivaches por el ridículo del poco contenido en un gran continente. Espero no le ocurra igual a nuestros queridos ministeriales y sus carteras revienten de proyectos como para llevarlas sobre un carrito, en absoluto placero, sería feo, no, sino de acero inoxidable y con un par de ruedas con amortiguador. Como los políticos suelen tener densos currículums a diferencia de los demás, solo portadores de antecedentes, pues, eso, ya tendrán la mitad llena.

 

Total, las 18 han supuesto 16.522 euros, poca cosa comparada con el río de emolumentos destinados a pagar la más misteriosa de las cifras: el total de políticos de nuestra querida España.

 

En el reverso de las citadas debería estar impreso un recordatorio: «Estoy en un lugar peligroso donde la libertad y la honradez se ganan cada día. La única expectativa cierta a corto o largo plazo será el final de mi mandato». Porque siempre es importante recordarle a nuestros próceres sus orígenes en un momento de aspiraciones endiosadas.

Modestamente, me atrevería a dirigirme a sus excelencias para solicitarle un imposible: reducir la burocracia. Uno creía en la maravillosa informática para solucionarla pero, tozudamente siguen obligándome para solicitar un papel el rellenado de tres impresos. Aunque tal vez por pensar corra el riesgo de no tener razón y esa sea la causa terminal de mis inquietudes, entre otras, la indiscutible pertenencia a los Homos sapiens, o sea, un animal más en un proceso evolutivo sin un proyecto ministerial definido.