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Cataluña: sin armas por medio

Simbólicamente la “victoria del sol sobre las tinieblas”, como los romanos concebían al solsticio de invierno, no se ha producido en Cataluña el 21-D. Las elecciones autonómicas no han traído ese cambio de rumbo, esa marcha hacia la luz, que la mayoría de españoles esperábamos. Los resultados en escaños han sido: Ciudadanos (C,s) 37; JxCAT 34; ERC 32; PSC 17; CATenc-P,s 8; CUP 4; y PP 3.

Lo más novedoso a reseñar es que un partido no nacionalista (C,s) haya ganado las elecciones tanto en escaños como en votos (más de un millón). Esto, que tiene su gran valor simbólico, aporta poco recorrido práctico en el escenario político catalán. Porque la aritmética parlamentaria dice que la suma de escaños de los partidos constitucionalistas (C,s, PSC y PP) no alcanza la mayoría absoluta (68) para poder gobernar. Y alternativos arreglos  de C,s, bien con ERC o bien con JxCAT, parecen impensables. Sin embargo, los soberanistas (JxCAT, ERC y CUP), si volvieran a arreglarse en la nueva legislatura, sí tendrían mayoría absoluta (70 escaños) y, por tanto, el soporte aritmético suficiente para investir, en primera votación, al nuevo presidente de la Generalidad. No es descartable que los independentistas no lograran ponerse de acuerdo y hubiera repetición de elecciones, lo que nos llevaría al umbral del verano de 2018. Y vuelta a empezar en la esperanza de que el “procés” feneciera por su propia consunción.

 

Los resultados del 21-D han consolidado en Cataluña un independentismo visceral.

 

Toda esa mecánica legal y procedimental tiene sin embargo sus enormes peros políticos. La potencial investidura de Puigdemont como nuevo presidente de la Generalidad ―objetivo declarado por el interfecto―, suponiendo que hubiera consenso para ello entre las tres fuerzas (o contando con CATenc-P,s, en ausencia de la CUP),  debería pasar por el regreso de aquél a España para ser investido, momento en el que presumiblemente pasaría a prisión. Vaya lío. Tan chalada hipótesis, y muchas otras de similar tenor, parecen materializables a la vista de la aparente, ilógica e irracional maleabilidad de una incomprensible legalidad procedimental.  Las primeras declaraciones de la jerarquía independentista tras la jornada electoral confirman su intención de persistir en su matraca ―mezcla de nacionalismo, falacia, “posverdad” y populismo―, reivindicando la independencia incluso por la vía unilateral.

Los resultados del 21-D han consolidado en Cataluña un independentismo visceral. Éste es la base del “modus operandi” de los líderes independentistas, lo que a su vez caracteriza el “modus vivendi” de cerca de la mitad de los ciudadanos de Cataluña. El más agudo problema español ya no es Cataluña versus el resto de España, sino Cataluña versus Cataluña. La sociedad catalana se caracteriza ahora por una dualidad tensionada por las autoridades autonómicas, que han logrado partirla en dos mitades opuestas si no antagónicas: la independentista y la constitucionalista.  Ya no puede hablarse de Cataluña en singular. Afortunadamente no hay armas por medio pero, si las hubiera, estaríamos en el preludio de un conflicto civil. Todo un perverso escenario que, en el mejor de los casos, habla de autodestrucción catalana y de enquistamiento de la inestabilidad en el conjunto de España.   

 

La necesaria normalización tardará en llegar. Principalmente porque Puigdemont y sus secuaces deben responder ante la justicia de los presuntos delitos por los que ésta les está investigando.

 

Mientras la posibilidad de secesión no se minimice no habrá normalización. Tal vez por aburrimiento, cada vez va pareciendo menos relevante que la jerarquía independentista insista en que la mayoría parlamentaria obtenida el 21-D sea suficiente para imponer la secesión. Tampoco que siga hablando en nombre de la “mayoría”, o de “todos” los catalanes, a pesar de que los números dicen lo contrario. O de si son tantas o cuántas las empresas que se han marchado de Cataluña y de su significado en términos económicos. Y un sinfín de falacias y señuelos. La necesaria normalización tardará en llegar. Principalmente porque Puigdemont y sus secuaces deben responder ante la justicia de los presuntos delitos por los que ésta les está investigando. Es incontrovertible a mi entender que aquéllos, empleando medios y resortes del Estado, dieron un golpe de Estado al planear, organizar y declarar unilateralmente la república catalana. El pretender ahora el archivo de las correspondientes causas penales, para hacer una especie de “borrón y cuenta nueva” ―como ha expresado Puigdemont, entre otros―, no es de recibo. Significaría el suicidio del Estado de derecho y el de España como Nación. 

Dígase pues sin mayores rodeos que el problema en Cataluña, incluso con su sociedad quebrada, no es un mero asunto interno de los catalanes, porque afecta directamente a la soberanía nacional. Consecuentemente, su resolución atañe al conjunto del pueblo español.  El reparto de escaños salidos de las autonómicas sirve para conformar un parlamento y para investir a un presidente de gobierno autonómico. Pero los porcentajes de votos de las distintas opciones políticas no sirven para decidir sobre la soberanía. Da igual que sea un 47%, o un 70%, por ejemplo, los que, supuestamente, prefieran la secesión. Que nadie se engañe y dicho sin tapujos: la única consulta referendaria posible y válida, relativa a la alteración de la soberanía, debe pasar ineludiblemente, entre otros, por la consulta previa y directa al pueblo español al completo: por un referéndum nacional.