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Cataluña ¿vuelta a empezar?

 

Han transcurrido casi tres meses desde la aplicación del artículo 155 de la Constitución, lo que permitió al presidente del Gobierno cesar al gobierno catalán, disolver el parlamento autonómico  y convocar elecciones que se celebraron el 21-D.  Contra todo pronóstico, la vida durante ese tiempo, tanto en Cataluña como en el resto de España, se ha desarrollado con normalidad. El Estado ha funcionado en Cataluña incluso mejor que antes. Lo que invita a tomar nota mirando hacia el futuro.

Constituido el parlamento salido del 21-D, nuevamente con una mayoría independentista, el circo Puigdemont vuelve con fuerza a las portadas mediáticas. Eso es valorado por muchos como el retorno a la situación previa a la aplicación del 155. Algo que es cierto solo en parte, porque ahora todos hemos ganado en experiencia y la Constitución en fortaleza. Ya todos sabemos que nuestra Carta Magna no está indefensa y los independentistas saben cuál es el camino que lleva al talego. Mi repetida hipótesis de que “la independencia de Cataluña, ni por las buenas ni mucho menos por las malas” ha devenido así en tesis.  

 

¿Qué hubiera pasado ―me pregunto― si el de mayor edad hubiera sido de otro partido y se hubiera lanzado a una perorata anti-independentista?

 

Hay que reconocer, no obstante, que la legislatura ha empezado mal merced al juego sucio, en la sesión de apertura,  del presidente de la mesa de edad, el ex-socialista Ernest Maragall, ahora en ERC. Este individuo, encaramado a la tribuna parlamentaria por el único mérito de ser el más viejo de los presentes, y con unas funciones transitorias y meramente instrumentales para la elección de la mesa de la cámara, sin embargo se arrancó por una soflama contra el Estado y a favor del independentismo. ¿Qué hubiera pasado ―me pregunto― si el de mayor edad hubiera sido de otro partido y se hubiera lanzado a una perorata anti-independentista? Al final, como preveía la aritmética parlamentaria, se eligió a un independentista radical, Roger Torrent, como presidente del nuevo parlamento autonómico, y una mesa de mayoría independentista.  

Ahora encaramos el segundo acto: el de la investidura de un nuevo presidente del gobierno de la Generalidad. Hasta la toma de posesión de un nuevo gobierno catalán, seguirá en vigor el art 155. A la vista de los desastrosos resultados de la pasada aventura unilateral, está por ver si la “jerarquía” independentista está dispuesta a cambiar el dogmatismo a raudales de la anterior legislatura, por el pragmatismo que demanda la nueva. Afrontamos pues un periodo de final imprevisible que podría llevar incluso a repetir las elecciones bien que, a tenor de lo que está pasando, se anuncie una nueva etapa circense. Porque tanto Puigdemont como el resto de la “jerarquía” independentista parecen empeñados en investir a aquél, a pesar de encontrarse huido de la justicia en Bélgica. Veremos si el señor Torrent se atreve a proponerle  y si la mesa acepta modificar de urgencia el reglamento para “aceptar” una investidura telemática o por persona interpuesta. En todo caso, si el flamante presidente del parlamento autonómico forzara la legalidad, el Gobierno previsiblemente recurriría al TC y éste dejaría en suspenso tal investidura. Habría que pensar entonces en la aplicación ―esta vez “a tope”― del 155,  suspendiendo “sine die” la autonomía catalana, evitándose así una incierta y esperpéntica cohabitación directa del Gobierno de España (en funciones de gobierno de la Generalidad) y el parlamento catalán salido de las elecciones del 21-D.

 

Definitivamente, nuestra legislación sobre el tema es muy imperfecta. Es urgente mejorarla.

 

Quizás lo único que parezca claro es que Puigdemont no va a pisar España mientras exista la posibilidad de ser encarcelado (eso significa que no pisará territorio nacional por muchísimos años). Pero la puerta del malabarismo está abierta de par en par. Unos pretenden una investidura telemática, a pesar de que incluso los letrados del parlamento autonómico la consideran ilegal. Otros confunden deliberadamente la inmunidad de los parlamentarios autonómicos (que no existe), con su inviolabilidad (que sí existe), y así lanzan la especie de que si Puigdemont apareciese en España para ser investido, no podría ser detenido por su condición de parlamentario autonómico. Algo absolutamente falso: con la orden de detención en vigor, si apareciese sería inmediatamente detenido y puesto a disposición del juez. Vaya, todo un rosario de sandeces, embustes y señuelos para confundir a la gente y mantener movilizada a la basca independentista.

Por todo ello lo lógico ―bien que la lógica no sea un ingrediente relevante del problema catalán―, es que Puigdemont se caiga, al final, de la lista de los “investibles” y en su lugar aparezca alguien que no esté empapelado por la justicia. Pero hasta que eso suceda, hay 155 para rato. En todo caso, no me resisto a la tentación de mencionar lo esperpéntico, circense y repelente a la razón que supone avalar la investidura como representante ordinario de del Estado en Cataluña, de quien ha pretendido, y sigue pretendiendo estando huido de la justicia, romper unilateralmente ese mismo Estado. Eso sí que son juegos malabares. Definitivamente, nuestra legislación sobre el tema es muy imperfecta. Es urgente mejorarla.