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Cercanas intrahistorias

Unamuno llamaba intrahistoria a las vivencias de la vida cotidiana. ¡Existen tantas! 

 

 Desde hace años una señora permanecía en el mismo lugar soportando las inclemencias, semblante de miradas perdidas hacia horizontes de incógnitas. No mendigaba ni hablaba con el prójimo. Solo un perrito le bastaba para la convivencia y el animal mimetizaba sin desentonos. De vez en vez sus largos dedos abrazaban un cigarrillo cuyo humo perezosamente sus pupilas lo perseguía. Un pañuelo aldeano cubría la cabeza dejando al descubierto un rostro agradable en plena madurez. Los bajos de una larga falda no impedían la observación de unos oscuros pantalones. Constituía una estampa habitual en el trasiego de la calle. Me preguntaba las causas del aislamiento. ¿Ningún posible familiar la podía convencer para volverla al hogar?

Producía un paradójico pero significativo contraste su presencia delante del portal del Instituto Nacional de la Seguridad Social, a pocos metros del ambulatorio en Marqués de Paradas. Durante las mañanas se veía obligada a permanecer de pie, entre una casa señorial y el mencionado Instituto para no interrumpir el trasiego de los buscadores de seguridades. Cuando llegaba el verano no dejaba de abanicarse con unos papeles doblados, tal vez más por inquietud. La veía aseada, cuidadosa, un anillo de oro lucía en su mano izquierda. Sus protectores cartones los tenía forrados con plásticos transparentes, ordenados; uno de ellos, tejadillo a dos aguas, protegía  un carrito de los usados para la compra. Un par de grandes paraguas negros la preservaban cuando se retiraba a dormir o encontrar una sarcástica intimidad dada la bulliciosa calle. Un orden de raíces educativas resaltaba en el rocambolesco ajuar.

 

Me preguntaba las causas del aislamiento. ¿Ningún posible familiar la podía convencer para volverla al hogar?

 

A veces la observaba con detenimiento y disimulo por perfeccionar la descripción. Nunca la vi comer. Indiferente ante el mundo, tal vez perteneciera a los paradigmáticos personajes necesitados de la soledad para encontrar su yo, inspiradores de Ciorán para escribir Inconveniente de haber nacido. Tuve en varias ocasiones la tentación de hablarle, pero el propósito se marchitaba ante el respeto de su inhiesta figura femenina, émula de Diógenes, el sabio convencido de las renuncias para el logro de la felicidad. Acaso hubiese matrimoniado bien con la mujer, rostros rápidamente envejecidos, impertérritos al paso de toda revolución. Quizá preguntándose, como tantos, quién los puso en ese lugar y el motivo, No resisto referir la muy conocida leyenda. Enterado el rey Alejandro de la sabiduría de Diógenes quiso verlo e, impresionado por su lamentable estado, le dijo si deseaba alguna cosa. Respondió: «Sí, échate a un lado, me quitas el sol». Lo mismo podrían decir muchos pseudodiógenes ante la hartura de los bombardeos demagógicos.

La dejé de ver pero queda el lugar cuando paso y de nuevo su esfinge remueven sentimientos. Era inmigrante de su cuna, símbolo de una sociedad inequívocamente injusta y absurda donde por poner el caso de la española ni es capaz de contabilizar el elevado número de políticos y funcionarios, la mayoría enfrascada en su particular causa.