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Concha en blanco y negro

Caballero se empeñaba en ser la mejor, y establecía sigilosas competiciones con algunas iguales.

Tenía la habilidad de dejarse querer en el desamor, corresponder apasionadamente a los débiles, y abusar del plagio de Lauren Bacall con los superiores.

 

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Kechu Aramburu*

Concha Caballero atravesó la línea roja del medio siglo biológico, pero era tan descaradamente presumida que su talibana coherencia, para la ética y la estética, censuró que se pudiera apagar su seducción por atrapar, por contagiar, y por apadrinar. Tanto, que decidió materializar el principio del derecho a la vida con la misma legitimidad que el derecho a la muerte. Por eso, sin permiso, trastocó el guión de Amenábar tras analizar mil veces su película Mar Adentro.
Era exultante e insultante, tan inadvertida y piadosa para los tonos grises de la macro-política, como glamurosa para los tonos pastel de la micro-política. Incómoda pero inevitable. La avalaba su visible currículo político, y su saber hacer. Después, cuando el poder en el que se refugió la consideró amortizada, se incorporó a la tiza, acarició la sustancia de la calle y, siendo sutilmente agorafobica, tuvo la osadía de no faltar jamás a ninguna cita pública. Ella no podía ser menos que Woody Allen, Marilyn Monroe, Alfred Hitchcock o Steven Spielberg, todos con el atributo de las fobias que te justifican para desinstalarte de lo que detestas. Nuestra amazona Concha venció el miedo pisando el asfalto, cual versión de Pablo Milanés, cantando a las alamedas liberadas de Santiago de Chile.

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Concha Caballero. Foto: Junta de Andalucía

Competente en lo suyo, que no quiere decir en lo universal, pero tozuda irremediable, tertuliaba sin sonrojo sobre lo divino siendo atropelladamente mortal.
Se empeñaba en ser la mejor, y establecía sigilosas competiciones con algunas iguales. Nunca bajaba un peldaño para disputar nada a los de rango raso, para con ellos decidió emular a Rómulo y los amamantaba nodrizamente, concluyendo sus matriarcados fundando maquetas de Roma a las que mimaba como sus fortalezas y, que utilizábamos como fortines brigadistas del proyecto que nos hacían creer que dirigíamos.
Redactaba con la lucidez de quien maneja el verbo de la literatura, aunque no de la lengua. Gran maestra en el cumplimiento de la función comunicativa, jugaba al despiste y a veces, solo a veces, sus textos pretendían acariciar los cielos, pero a pesar de la bula otorgada, al final optó solo por retratar sabiamente la realidad y pedir para la vecindad clemencia.

No catalogada como maldita

Concha era sobradamente admirada y adulada. No catalogada nunca como maldita, algo que a veces se echaba de menos, cuando has sido comunista. Punta de lanza de oficialidad de una izquierda radical, de la oposición de la misma, y cofundadora de la trasversalidad interna.

Tenía la habilidad de dejarse querer en el desamor, corresponder apasionadamente a los débiles, y abusar del plagio de Lauren Bacall con los superiores. Capaz de convertir un saludo en una declaración de amor, era una variable dulce como parienta política de Mata Hari, nuestra espía favorita. Iba deprisa pero había overbooking en casi todos los jardines, aunque solo fueran simples bonsáis. Valiente y creativa, pero la razón a veces tenía tintes tan demoledores como marginales.
Ejercía la sana soberbia de postularse, y en ocasiones ganó para fortuna de quienes estábamos navegando en el mismo barco. Fue la primera mujer portavoz del parlamento andaluz, ponente roja, verde y blanca de nuestro Estatuto, contrincante de dinosaurios fuertes y amables para dirigir la fuerza política que co-engendro en Andalucía. Coordinadora en el laboratorio sevillano, luego vino lo demás: la pizarra, el micrófono, la pluma, y los escarceos desde la atalaya ganada a pulso desde donde usó el rumbo de su timón hacia donde quería transitar, sin más servidumbre que la del murmullo, que siempre se detenía en el peldaño anterior a su ansiada cima.
Te confieso, amada Concha, que a veces al recodarnos me siento en las antípodas del misticismo de San Juan de la Cruz, aunque cercana a su métrica del “vivo sin vivir en mí”, cuando tejía complicidades confesables con Santa Teresa de Jesús.
Demasiados domingos y fiestas de guardar en tu casa, conspirando allá arriba contra todos los chinitos y pedruscos que se nos cruzaban para hacer las revoluciones pendientes. No te oculto que aun siguen en la agenda, pero no dudes de Labordeta: “Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad”.
*Kechu Aramburu es Profesora. Ex eurodiputada, diputada y parlamentaria andaluza con IU. Actualmente es independiente.

 

 

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