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¿Constitución sin democracia?

 

Como decíamos ayer, con la venia de Fray Luis de León, la crisis catalana no es un problema territorial, pues no existen motivos étnicos, religiosos o culturales que causen la eclosión de un fenómeno segregador, sino el agotamiento del régimen del 78 desbordado por la exigencia cada vez mayor de las élites de reordenar el sistema institucional limitando derechos y libertades junto a un proceso de recentralización frente a las competencias de comunidades y entes locales al objeto de evitar que puedan implementarse políticas auténticamente progresistas y avanzadas socialmente. Es por ello, que todo el peso del poder fáctico y su engranaje mediático junto a los conservadores se han puesto  a la labor de polarizar la vida pública en bloques artificiales ideológicamente (constitucionalistas-independentistas, constitucionalistas-radicales) al margen de los parámetros naturales izquierda-derecha, lo que ha supuesto intentar vaciar de conflictividad el espacio público mediante la democracia concebida como un problema que dificulta la gobernabilidad del Estado.

 

La Constitución entró en quiebra al otro lado del Ebro con la sentencia de 2010 en la que  el Tribunal Constitucional desautorizó el pacto entre el Parlament y las Cortes Generales y desconoció el resultado del referéndum.

 

Sin democracia no hay constitución y la derecha ha pretendido que haya constitución sin democracia, lo que ha sido desmentido por el resultado de los comicios en Cataluña. Entre otras cosas, porque la Constitución entró en quiebra al otro lado del Ebro con la sentencia de 2010 en la que  el Tribunal Constitucional desautorizó el pacto entre el Parlament y las Cortes Generales y desconoció el resultado del referéndum, condenando de esta manera a Cataluña a la anormalidad institucional. Los ciudadanos de Cataluña, como afirma el constitucionalista Pérez Royo, no pueden reconocerse en un “bloque de la constitucionalidad” que no es el que pactaron sus representantes con los representantes de los ciudadanos del resto del Estado y que ellos aprobaron en referéndum. Y un “bloque de constitucionalidad” sin adhesión ciudadana es estéril. No hay que olvidar que la constitución territorial se pensó para que tuviera encaje Cataluña en el Estado español y si no hay constitución en una parte del Ebro tampoco la hay en la otra. Es algo que definió muy certeramente Manuel Azaña en 1932 cuando se debatía en el Congreso el estatuto republicano de Cataluña: “la libertad de Cataluña es la libertad de España.”

Sin tratar de profundizar mínimamente en la complejidad y la hondura del fenómeno que arrasaba Cataluña, M. Rajoy, su gobierno y los tribunales por este influidos golpearon una y otra vez a los soberanistas, ordenó las cargas del 1-O, se lanzó a la aventura del 155 y a la represión de la dirección del independentismo. Se creyó que eso había sido una jugada maestra. Y se ha encontrado con que los soberanistas, en el exilio o en la cárcel, se han vuelto a hacer con la mayoría absoluta, a pesar de que nada menos que María Dolores de Cospedal dijera que las elecciones se habían convocado para que las ganara el bloque constitucionalista. Y entre unas y otras cosas, Cataluña, el territorio más avanzado y de España, ha sufrido una agresiva política de bloqueo económico  del que tardará mucho en recuperarse, la imagen de España en el exterior se ha deteriorado de una forma notable y en el resto de España se ha alentado un nacionalismo intolerante y turbador. En definitiva, Cataluña ha sido el corolario de esa visión cainita de la política que tiene la derecha que no le importó la destrucción de la cohesión social para beneficio de las élites extractivas, ni tampoco la convivencia al situar el antagonismo de la vida pública en los márgenes autoritarios de las relaciones de poder.

 

Aquellos sectores desconcertados por la espesa, ilegible y contradictoria prédica de los socialistas cuyos dirigentes no han advertido que dentro del bloque constitucionalista actúan  In partibus infidelium

 

El desenlace ha sido un máximo aprovechamiento del llamado bloque constitucionalista por parte de Ciudadanos, que ha aglutinado los votos más conservadores de la sociología catalana y de aquellos sectores desconcertados por la espesa, ilegible y contradictoria prédica de los socialistas cuyos dirigentes no han advertido que dentro del bloque constitucionalista actúan  In partibus infidelium,  en un contexto de extrema gravedad para el régimen y en el cual M. Rajoy se había acomodado a la creencia de que la dureza en Cataluña le daba rédito electoral en el resto de España. Después de que los catalanes se hayan expresado democráticamente, el desorden causado por rebajar autoritariamente los problemas políticos al arbitrio de policías y jueces conduce a situaciones impensables en las democracias de nuestro entorno: que la formación de gobierno por parte de la mayoría parlamentaria se pueda ver frustrada por el encarcelamiento de los principales diputados de esa mayoría.

Todo ello, merece una amplia reflexión, singularmente por la izquierda y los soberanistas, ya que  tanto los soberanistas catalanes como la izquierda han hecho una parcial interpretación de la coyuntura histórica, convirtiendo la crisis de Estado en un malentendido. Los soberanistas obviando que la vindicación territorial sólo es posible bajo su inmersión en un movimiento rupturista y constituyente global, que conciba dicha aspiración como parte de un proceso de profundización democrática general en el resto de España, ya que ningún proceso  de amplia transformación del Estado puede cristalizar por la estrecha vía que el sistema le ha dejado al reformismo cada vez más impracticable. Y la izquierda, por su parte, ha sido incapaz de inferir que el fenómeno catalán era una oportunidad histórica para abrir un proceso de transformación institucional que ampliara el horizonte democrático y de cambio social, obturado sistemáticamente por las fuerzas conservadoras. Es algo que en el caso del PSOE, por ser el primer partido de la oposición a nivel nacional, debe ser motivo de inquietud inmediata y una demanda urgente por redefinir una desdibujada posición política.