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Crítica literaria

El camino de la perfección resulta siempre angustioso en su infinitud.  

Tengo un amigo miembro destacado de una asociación literaria. Todos los años la dinámica entidad convoca un certamen donde se presentan más de un centenar de trabajos, muchos hispanoamericanos. Al estimar en mí unas cualidades  ─en absoluto poseídas─, me ruega una apreciación de algunos, según unas pautas pero con la libertad de una estimación, claro.

A pesar de mis ruegos, pero conmovido por el enorme trabajo para mis altruistas amigos dilucidar la abrumadora cantidad de relatos, acepto ayudarles con escrupulosidades…

No puedo evitar colocarme en el lugar de los ilusionados escritores ante la eliminación de sus anhelos. Quizá exagere o mis reparos posean demasiada entidad, pero me enfrento a justipreciar, recordando en mis tiempos de docente la ingrata tarea evaluativa, lejos de la gratificante satisfacción de enseñar. Porque, aunque sin duda no constituya deshonra alguna carecer de habilidades literarias y el reto de concursar entrañe la felicitación o el rechazo, siempre una esperanza late.

Aunque por fortuna no es mi caso, condescendiente crítico con anhelos prófugos, reconozco mi formación anclada en conceptos clásicos»

No hace mucho leí una crítica feroz a don Ricardo Senabre ─personalidad filológica indiscutible─ por su juicio a una determinada obra literaria. Aunque el apasionamiento desmedido termina descalificándonos, nada aconsejable en cualquier actividad humana y mucho menos a la hora de emitir juicios, reconozco la posibilidad de sofocar don Ricardo unos comienzos ilusionantes. El crítico de relieve tiene un difícil papel, colocado en la zona intermedia entre editores y lectores. Una mayoría reconocerá las grandes tensiones experimentadas, dado el complejo mundo de influencias en el susceptible triángulo.

Aunque por fortuna no es mi caso, condescendiente crítico con anhelos prófugos, reconozco mi formación anclada en conceptos clásicos; por ello no puedo evitar chirridos mentales cuando leo un texto sin un signo de puntuación; escritos impecables, sin errores ortográficos, originales, bien estructurados, pero con la ausencia absoluta de signos. En la búsqueda de dicha rocambolesca originalidad formal la inflexión desaparece y llega la confusión, tergiversadora de conceptos importantes. ¡Menudo reto me planteo en ocasiones a la hora de dilucidar entre un punto y coma o uno y aparte!

Después de estos circunloquios, valgan los certámenes para bien de la literatura, quejosa  siempre por sus deseos de agradar a todos, misión imposible.

Experimento una satisfacción cuando observo la llegada a internet de un impetuoso oleaje de libros para zambullirse en los numerosos concursos. Intuyo la ilusión de los autores para dominar tan difícil arte, hecho a lomos de intuiciones forjadas a golpes de lecturas variopintas, En otros da la impresión de haber aprendido en un cursillo acelerado, olvidados de la dura constancia hermanada al misterioso arte literario. En cualquier caso, de ser perfectas las obras literarias no habría quienes las leyesen.

Después de estos circunloquios, valgan los certámenes para bien de la literatura, quejosa  siempre por sus deseos de agradar a todos, misión imposible. Pero dejémonos tentar por las pasionales caricias de la inspiración e invoquemos al tesón para quemar horas ante una hoja de papel, y sin olvidar la papelera, compañera inseparable. Juan Ramón Jiménez la usó más de cien veces para corregir su obra cumbre. El camino de la perfección resulta siempre angustioso en su infinitud.