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Democracia perpleja

¿Cómo no va uno a estar perplejo hasta el escalofrío, ante la generalizada previsión demoscópica de un potencial nuevo Gobierno, salido de las urnas del 28-A?

 

Algunos dicen que mi visión del actual escenario político español es “la antítesis de lo que supone una democracia como la que nos hemos dado”. Y quizás no les falte razón, por lo que la reflexión parece obligada. Al menos desde la perspectiva de lo que considero que es el fenómeno más determinante de tal escenario: la insurrección separatista en Cataluña. Algo que ha venido engordando durante años porque, en su momento, no se atajó ni política ni gubernativamente. De ahí los dos fallidos e ilegales “referéndums”, el 9-N de 2014 y el 1-O de 2017, así como la DUI del 27-O de 2017. Más aún, pienso que si el 9-N el Estado se hubiera empleado a fondo, los otros dos “happenings” no se hubieran producido.

Tampoco hubiéramos sufrido el vodevil del presidente de la Generalidad catalana, Quim Torra, toreando a la Junta Electoral Central (JEC) por su orden de retirar los grafitis amarillos y otras quincallas separatistas de los edificios públicos catalanes, que violaban así la neutralidad institucional en periodo electoral. Es escandaloso que tuviera que ser un partido político el que instara a la acción a la JEC, mientras el Gobierno y el partido que lo sustenta miraban al tendido. Además, la querella de la fiscalía contra Torra por presunto delito de desobediencia no se sustanciará, en su caso, hasta dentro de varios años…

Mientras tanto, Torra sigue estando donde estaba, sin haber catado todavía los colchones del cuartelillo ―faltaría más en un aforado―, y con las manos libres para proseguir con su estrategia de intentar bloquear al Estado ¡desde el propio Estado! Y se siguen gastando ingentes fondos públicos en viajes, “embajadas” y medios de comunicación, que son utilizados para promover el separatismo. Asimismo, hay presos preventivos acusados de gravísimos delitos, así como fugados de la justicia que pueden ser candidatos en las próximas elecciones. Y un sinfín de otros motivos de perplejidad.

 

En un esfuerzo de fe, pienso que el sistema democrático presenta, al menos como modelos analíticos, dos formas permanentes de Estado: república y monarquía. Y en esta última forma estamos.

 

Pero no puede ser fuerte si no cuenta con instrumentos y mecanismos capaces de defenderla, rápida y eficazmente, frente a los que traten de violar el Estado de derecho. Tal déficit de agilidad e inmediatez en la respuesta degrada nuestro sistema político, mostrando que las voluntades de “asegurar el imperio de la ley”, y “establecer una sociedad democrática avanzada”, consignadas en el preámbulo de la Constitución de 1978, están haciendo agua. Un panorama cuyo mayor riesgo es incitar a preguntarse: ¿para qué nos sirve un sistema de democracia perpleja?

Porque a pesar de que el pacto político y social de la Constitución de 1978 sigue siendo válido, no está tan clara la adecuación de su desarrollo. Éste, realizado bajo el complejo “franquista”, se ha traducido en un pendulazo legislativo procedimentalmente farragoso, e innecesariamente abierto y supergarantista. Hemos levantado un edificio con tantos huecos, puertas y ventanas que ha resultado hiperventilado y albergador de todo tipo de gérmenes. Y tal armazón legislativo frena la deseable rapidez en la aplicación de la justicia (incluso en casos de flagrante delito), desposeyéndola de una de sus características más esenciales: la ejemplaridad.

La propia acción política se está moviendo hoy en el desierto de la perplejidad. El escepticismo se agiganta al comprobar, sin ir más lejos, que, desde el Gobierno, se intenta hurtar el grave fenómeno separatista al debate electoral. ¿Cómo no va uno a estar perplejo hasta el escalofrío, ante la generalizada previsión demoscópica de un potencial nuevo Gobierno, salido de las urnas del 28-A, que tuviera que apoyarse en los votos de separatistas, neocomunistas y filoetarras? ¡Ojo!, porque la pandemia de “perplejidad democrática” parece extenderse.