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Díficil decidir el voto

Jaime Gómez García / Opinión del Lector.- Me atrevo a decir sin temor a equivocarme que la mayoría de los ciudadanos decidimos nuestro voto con demasiada ligereza, sin argumentarlo, sin analizar las propuestas de los partidos, sin pararnos siquiera a leer la publicidad electoral que inunda nuestros buzones en estos días y que despachamos partiéndola por la mitad como las ofertas del supermercado de la esquina. ¿Tenemos por tanto autoridad moral -la misma que exigimos a los políticos- para quejarnos de cómo nos gobiernan si ni tan siquiera sabemos explicar nuestra decisión, si vamos a votar pero nos olvidamos los cuatro años venideros de que todo lo que pasa a nuestro alrededor lo deciden quienes nosotros elegimos? Por no hablar de los abstencionistas, sector de ciudadanos con el que soy profundamente crítico por mucho que se justifiquen en que votar no sirve para nada. ¿No se merecen acaso un respeto quienes tanto lucharon por que tuviéramos la oportunidad de decidir nuestro futuro en libertad? ¿No son capaces de discernir esos ciudadanos poco comprometidos que un voto en blanco le duele más al político que no acudir a votar?

 

[blockquote style=»1″]Mi voto está casi decidido pero no será un voto regalado sin condiciones sino un voto crítico, molesto, activo y orientado a que los líderes nos ofrezcan una vía de comunicación directa, un correo electrónico y reuniones periódicas con los miembros que conforman cada lista provincial donde poder exponerles nuestras quejas, sugerencias y propuestas abiertamente, hacer un seguimiento de su labor, que antepongan su circunscripción y sus votantes a la disciplina de partido.[/blockquote]

 

Estamos asistiendo a una campaña electoral para estas generales inédita en cuanto a la cantidad de opciones políticas, a lo reñido que se prevé el resultado, a los mensajes y a la forma de hacérnoslos llegar, con una serie de entrevistas entre candidatos de tú a tú (como la original charla entre Albert Rivera y Pablo Iglesias) y charlas informales para conocer a la persona más que al candidato (las de Pedro Sánchez y Mariano Rajoy en casa de Bertín Osborne). Personalmente defiendo estos dos últimos formatos y celebro que los líderes se presten a ello porque es una manera de hacerlos más visibles, más humanos, más cercanos y a empatizar con ellos pero creo que pocos analistas están reparando en algo fundamental: el ciudadano sigue sin intervenir en las decisiones de los candidatos ni en sus programas porque sigue siendo coto vedado de los partidos y porque nadie hace realidad las listas abiertas, una forma de darle transparencia a nuestra democracia al poder elegir a los candidatos que creemos que mejor pueden defender nuestros intereses. Ese creo que sería el auténtico golpe de efecto que podría hacerlos creíbles sin embargo nos estamos perdiendo en esta exposición continua de candidatos travestida de transparencia que no se está traduciendo en hechos concretos ni compromisos claros por lo que una vez más ciudadanos caeremos en los errores de siempre y acabaremos votando al partido que en conjunto se aproxime más a nuestro ideario, al que creamos que mejor va a defender nuestros intereses o, lo que es peor, a quien nos cae más simpático, a quien es pura fachada pero sin un programa, un equipo y una experiencia de gobierno solventes. Mi voto está casi decidido pero no será un voto regalado sin condiciones sino un voto crítico, molesto, activo y orientado a que los líderes nos ofrezcan una vía de comunicación directa, un correo electrónico y reuniones periódicas con los miembros que conforman cada lista provincial donde poder exponerles nuestras quejas, sugerencias y propuestas abiertamente, hacer un seguimiento de su labor, que antepongan su circunscripción y sus votantes a la disciplina de partido, que se hagan merecedores del sueldo que les pagamos entre todos y que jamás olviden que no estamos nosotros a su servicio sino ellos al nuestro. El día que todo eso se produzca podremos decir que hemos alcanzado una democracia real y participativa. Mientras tanto seguiremos participando de una farsa que acabará cuando nos creamos que somos capaces de poder cambiarla.