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Don Alejandro, imprevisible siempre

Algo de él me recuerda a la apasionante vida de mi admirado Nicolás Maquiavelo.

No hubiese reconocido a don Alejandro Rojas-Marcos en la entrevista aparecida en Confidencial Andaluz con esos pelos, ¡envidiables a sus 78 años! Luce sonrisa de hombre triunfal, inasequible a los desalientos de su historia pero consciente de sus logros, y con amuleto: un reloj perteneciente a don Blas Infante. Algo de él me recuerda a la apasionante vida de mi admirado Nicolás Maquiavelo, autor de dos libros fundamentales para cualquier político actual y futuro: El príncipe y Los discursos sobre la primera década de Tito Livio.

 

Hace años, entrada la noche, pasábamos mi mujer y yo por la céntrica Plaza de San Lorenzo en pleno acto electoral del Partido Andalucista para las elecciones municipales.

 

Pilar Távora, candidata a la alcaldía, multiplicaba su dinámica figura repartiendo sonrisas y rizos mientras, quizá, presagiaba otro Callao como el de Méndez Núñez.

Por cierto, entre los escasos asistentes se encontraba al final don Alejandro Rojas-Marcos, fundador de dicha organización y presidente vitalicio. Estaba solo, de pie, hierático, quizá embebido en sus fantasmas históricos y,  tal vez, ajeno a las palabras de doña Pilar.

A esto, pasó un carro de chatarras envuelto sus laterales con una bandera española. El joven se paró, miró el tinglado, y con un vozarrón imprevisto de saetero laico logró un silencio tenso, como si el Gran Poder saliese a tomar la primera bocanada de aire en la madrugada. Incapaz de entender sus atropelladas palabras de un gutural lenguaje emocionado ─fácil resultaba deducir el mensaje─,  denunciaba puño en alto su precaria situación, petición de justicia social, crítico ante la pródiga teatralidad humana allí sentada. La candidata calló y todos giramos la cabeza. El pase de la bandera española ante las verdes y blancas logró un contraste entre dos interpretaciones diferentes. Fue un fugaz mitin o certero dardo dirigido a la diana de lo sensible.

No obstante —pensé—, si este pobre hombre instala su ‘negocio’ en algunos territorios norteños hubiese acabado sin carro, sin bandera y sin lo más sagrado: la libertad de expresión para exigir un trabajo digno, deseo primario en una sociedad indiferente.

 

Terminado el acto, sonaron cansinas las notas del himno de Andalucía, gastado el disco de tanto usarlo; himno estrenado, precisamente, a escasos metros de la citada plaza por José del Castillo un 10 de julio de 1936. 

 

Al terminar volví a mirar el lugar donde se encontraba el fundador pero no estaba, tal vez marchó raudo para hilvanar un fin político próximo de su partido. Entre el mitin del referido porteador, la patética soledad de don Alejandro, cual director de teatro impasible ante la actuación de sus actores, llegué a casa. Recordé ─salvando las distancias─ su pirámide truncada cartujana. Será recordado el estadio como el de Alejandro, aunque siga infrautilizado, rotos unos compromisos en sus comienzos, fallida ilusión.

Dada mi edad conocí el esplendor de don Alejandro como el gran líder, riesgo siempre latente en cualquier lugar, más en política porque ni los de la casa perdonan dicha figura mucho tiempo, ni la masa de votantes tampoco. El señor Churchill, por ejemplo, artífice de la victoria aliada, saboreó el amargor en 1945 cuando salió derrotado en unas elecciones y mucho antes Maquiavelo supo del triunfo y el abandono. Pero aún quedan estultos confiados en vencer al bien,  al mal y a los suyos. Lo decía con desgana Rousseau: «No puede darse la democracia sino en un pueblo de dioses».