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Doña Constitución cumple los 40

La Constitución es, definitivamente,el poder de los que no tienen poder.

 

Como un soplo, han pasado 40 años desde que, el 6 de diciembre de 1978, el pueblo español ratificara nuestra Constitución en referéndum nacional. Ésta ―como ella misma proclama―, está fundamentada sobre la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Por ella España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Asimismo, sitúa la soberanía nacional en el pueblo español como fuente de los poderes del Estado, y fija la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado español. Igualmente reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, así como la solidaridad territorial. La Constitución de 1978, en resumen, sienta las bases de la convivencia nacional en el marco de un vital y permanente proyecto común llamado España.

 

Igualmente reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, así como la solidaridad territorial.

 

Nuestra Constitución es un texto moderno, reformista y avanzado capaz de responder a las expectativas de todos. Incluso a las de quienes no la quieren, al contemplar, en su texto, la rica diversidad española, así como el procedimiento para su propia reforma. No son de recibo, por tanto, las embusteras pretensiones de quienes pretenden desacreditarla calificándola de prisión. Tampoco son amparables los intentos, de algunos primates autonómicos, de auto-atribuirse poderes constituyentes, en base a difusas y aldeanas nociones históricas. Ni el separatismo encaja en una Constitución reformista ni la autonomía certifica la propiedad de un territorio, sino la responsabilidad de gobernarlo con arreglo a la ley. Consecuentemente, las instituciones autonómicas carecen de potestad alguna para conculcar el orden constitucional que es, precisamente, lo que sustenta su propia autoridad.

Decía Maeztu que “la obra educativa que más urge en el mundo es la de convencer a los pueblos de que sus mayores enemigos son los hombres que les prometen imposibles”.  Que nadie nos engañe: no es lo mismo cambiar la Constitución que cambiar de Constitución. Los valores constitucionales medulares como la unidad de la Nación, la soberanía nacional, la igualdad entre españoles y la solidaridad territorial, entre otros, son intocables fuera de lo previsto en el título X de la Constitución.

 

No son de recibo, por tanto, las embusteras pretensiones de quienes pretenden desacreditarla calificándola de prisión.

 

Cosa distinta sería, tras el obligado análisis de riesgos ―especialmente los derivados de la férrea inmutabilidad, por un lado, y la loca trepanación, por el otro―, reformar, retocar, enmendar o ampliar la Constitución para adaptarla a las realidades de nuestros tiempos. Porque el espíritu constructivo la impregna es lo que, en los últimos 40 años, ha permitido esquivar el fatal hado español que Galdós describe como “un país predestinado a ser eterno juguete de la tiranía o de la demagogia”. No permitamos pues que los taimados se impongan a los soñadores. Defendamos activamente nuestra Constitución frente a populismos, separatismos y nacionalismos desintegradores. Ni son aceptables los cantos de sirena asamblearios ―impropios de un estado moderno―, ni la marginalidad debe capitalizar el debate político nacional.

Debemos pues alegrarnos de estar todos protegidos bajo el paraguas de la Constitución de 1978. Ella es garantía de democracia, libertad, estado de derecho y amparo frente a la arbitrariedad de los poderosos. La Constitución es, definitivamente,el poder de los que no tienen poder.

¡Viva la Constitución!