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El Brexit de nunca acabar

El Brexit, es decir, el miedo de los británicos a los demás, no es el fin de nada.

 

Supongo que cuando, en 1900, Pérez Galdós, el más grande novelista en lengua española tras Cervantes, escribía en sus “Bodas Reales” (cap. XIX) sobre “la Inglaterra, esa puerca, a quien dan el mote de pérfida Albión”, ni se imaginaría que su “piropo” sería, más de un siglo después, extrapolable “a pelo” a la ejecutoria del Reino Unido en el seno comunitario europeo. Porque desde su entrada en el mismo, el 1 de enero de 1973, ese país se ha mostrado como un socio incómodo y trapacero.

Desde el 23 de junio de 2016, cuando los británicos, mirándose su propio ombligo, decidieron en referéndum marcharse de la Unión Europea (UE), han continuado arrastrándonos a los demás por sus lodos. Dicen que se van (Brexit), pero siguen. Porque ― seamos claros de una vez por todas―, su único gran interés por el continente europeo es el mercado único. Y aun así, de sus cuatro columnas de libre circulación: bienes, servicios, capitales y personas rechazan la última. En definitiva, lo que pretenden es divorciarse ―algo puesto muy de moda por Enrique VIII―, pero conservando el disfrute del “roce” con la pareja abandonada. ¡Ay, si Felipe II levantara la cabeza!

 

Y aun así, de sus cuatro columnas de libre circulación: bienes, servicios, capitales y personas rechazan la última.

 

Tras su referéndum, los británicos tardaron nueve meses en comunicar oficialmente que se iban. Y después de casi dos años de negociaciones para un divorcio pactado (Acuerdo para el Brexit), muchos de los que, en 2016, votaron sí a la ruptura han caído ahora en la cuenta de que la salida de la UE no va a ser para ellos tan beneficiosa como creían, o les habían contado. Tarde comprenden que el Brexit no solo no resuelve, sino que agrava los problemas en el Reino Unido. Una deplorable constatación del fracaso de una política británica incapaz de alcanzar acuerdos internos, consecuencia de lo que Ramírez de Arellano llama un “plebiscito irresponsable”.

El Acuerdo entre el Gobierno británico y la UE, aprobado por el Consejo Europeo, el pasado 25 de noviembre, ―que califiqué en su momento de “Infamia”, por lo que supuso (en referencia a Gibraltar) de enorme fracaso diplomático español ―, acaba de ser “apedreado” en Westminster por el escandaloso resultado de 432 votos en contra, frente a solo 202 a favor. Tal resultado ha constituido, sin duda, una envidiable lección de parlamentarismo (con muchos diputados del partido del Gobierno votando en contra de lo propuesto por éste). Pero ha sido, sobre todo, un toque de atención para que la sociedad británica y sus instituciones, Gobierno y Parlamento, se aclaren y decidan el camino para encontrar la salida del laberinto en el que ellos solitos se internaron.

 

Si los británicos, representados por su Parlamento, rechazan lo pactado y ahora quieren saltar desde la azotea, pues que lo hagan.

 

Lo ideal sería una salida pactada. Pero cuando nos acercamos al 29 de marzo de 2019, fecha prevista para el Brexit, y ya en el umbral de las elecciones al Parlamento Europeo del 26 de mayo próximo, entraría en la ventajista lógica británica pretender renegociar, de urgencia, el Acuerdo de su Gobierno con la UE, tratando de arrancar mayores ventajas del Consejo Europeo. Un nuevo trile que los otros 27 socios europeos no deberían aceptar. Basta ya de dilaciones y de tiempo añadido. ¿Para qué?

Si los británicos, representados por su Parlamento, rechazan lo pactado y ahora quieren saltar desde la azotea, pues que lo hagan. Sería su opción; no la nuestra. El Brexit, es decir, el miedo de los británicos a los demás, no es el fin de nada. Los europeos estamos en mejores condiciones que ellos para aguantar el impacto contra la acera.