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El exilio de los intelectuales

El poder siente placer con el silencio de las masas.

Desde mis limitaciones tengo la impresión del abandono de los intelectuales para orientar a los ciudadanos. Los actuales caminan confundidos en una sociedad difuminada, compuesta en demasiados casos por crápulas cercanos al reino animal, canallería capaz de quitarle el don de la vida a los demás y a ellos mismos. Nos hemos quedado sin muchos defensores cualificados frente a estas  locuras.

La indiferencia hacia los intelectuales resulta un error político, más empeñados en rebajar los niveles culturales hasta un mediocre nivel. Claro, a la elevada nómina de acomodaticios y casi analfabetos vividores de la cosa pública, expertos en el trampeo para obtener titulaciones falsas,  no les pueden agradar sus presencias.

Conozco a un honesto intelectual, hijo predilecto de una capital andaluza. Me decía: «Durante una época fui asesor de los máximos dirigentes pero no pude aguantar y marché para vivir como articulista». Reitero: la inserción de intelectuales forjados en las humanidades resulta escasa, alejada la filosofía en la última reforma educativa y la cultura clásica reducida al mínimo. Cuando el humanismo desaparece, escuela de libertad y tolerancia, el desplome social, tarde más o menos, llega.

En España, en tiempos más cercanos los representantes del pensamiento y la escritura tuvieron una destacada presencia: dígase la Generación del 27;

En otros tiempos se valoraba la educación, alentada con entusiasmo por intelectuales, como Ortega. Aquella ucronía educativa voló, junto a las doctrinas eramistas presentes desde Cervantes hasta fray Luis de León o de personas impregnadas del mejor humanismo europeo, de Erasmo a Montaigne. En España, en tiempos más cercanos los representantes del pensamiento y la escritura tuvieron una destacada presencia: dígase la Generación del 27; más contemporáneos recuerdo a Semprún, Maravall o Emilio Lledó en una primera línea. Las discrepancias políticas poco importan, solo la argumentación sostenida con rigor y compostura.

La ciencia y la tecnología nos dirigen a un mundo ciertamente más cómodo, pero tal vez excesivamente potenciadas por sutiles grupos capaces de tomar decisiones muy importantes, agrupados en reducidas élites. Mientras, el ciudadano envuelto en el pandemónium, ve cómo los chefs, las básculas y los futbolistas aumentan sus influencias sociales. Las capacidades para potenciar el discernimiento y evitar las manipulaciones quedan atrofiadas en los mullidos sofás, distraídos con los innumerables botoncitos electrónicos, olvidados los libros clásicos en un rincón o ya vendidos como trastos inservibles. Los políticos preferirán esos personajes populares televisivos para presumir de gourmets en sus restaurantes y rechazarán a los sénecas, críticos con el poder epulón.

Aristocracias intelectuales repleta de  supuestas verdades al servicio de intereses espurios para difundirlas lo mejor posible, pero dirigidas  al auditorio más indolente y comodón.

El poder siente placer con el silencio de las masas. Por ello, la neutralidad de los intelectuales constituye un cáncer para una sociedad libre, porque la sana nunca será un rebaño alimentado por el soma de Huxley sino por individualidades tercamente formadas a través de un esfuerzo personal. Nos quejamos de las situaciones sociales pero, tal vez eludimos nuestro autoexamen para una dinámica avizor en nuestro ámbito. Ni la vejez nos exime de permanecer en guardia.

Y no olvido ─la historia lo certifica─ la existencia de aristocracias intelectuales repleta de  supuestas verdades al servicio de intereses espurios para difundirlas lo mejor posible, pero dirigidas  al auditorio más indolente y comodón.