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El limpiabotas

Tal vez forjaron mis escrúpulos escenas cinematográficas de los emperadores romanos servidos por esclavos.

 

Bondadoso, diseña su figura entre la señorial sevillanía y un toque de dandismo cosmopolita. Entroncado desde su infancia en una cofradía de las más solemnes, equilibra la severidad del negro rúan con el saboreo de unas Ferias a tope de cartera. No pertenece a una familia adinerada ni sus ingresos sintonizan con su airosa figura; sin embargo, parece haber encontrado un sitio en este mundo donde se encuentran a gusto las mentalidades acomodadas.

Nos vemos a saltos temporales y ambos nos alegramos e intercambiamos opiniones, a pesar de la diferencia de edades: soy mucho mayor. Un día, de los pocos espléndidos en esta ciudad extremosa ─hasta para el clima─, me invitó en un bar de la calle General Polavieja. Mientras nos acercábamos me dijo: «Acostumbro visitarlo porque allí suele estar Curro, limpiabotas y amigo. Me gusta mucho llevar el calzado reluciente. Si quieres te lo presento y limpia los tuyos». Quedé paralizado, presuroso por encontrar un burladero.

Nunca fui capaz de recurrir los servicios de un limpiabotas, debatiéndome entre la contribución a sostener un oficio honrado y ver a un hombre inclinado ante mí, y para colmo acodado en el mostrador de un bar tomando algo apetitoso. Tal vez forjaron mis escrúpulos escenas cinematográficas de los emperadores romanos servidos por esclavos. Mi panacea en la igualdad de dignidades entre los hombres encontraba en las escenas un repulsivo insalvable. Ahora me tocaba defender mis principios filosóficos ante quien distaba de mis sensiblerías.  «Mira, soy un tipo raro, me encanta limpiarme mis zapatos y hasta los de la familia. Hoy, precisamente, me los acicalé antes de salir. Pero ─le mentí─ lo tendré en cuenta y me acordaré del nombre». Apenas deseaba mirar su rostro ni escuchar su réplica, aunque guardó  silencio, esos sonoros silencios prudentemente intocables.

Curro era ocurrente, contador de historias al educarse con la filosofía callejera. El buen hombre se ofreció, claro, aunque vi el cielo abierto al decirme: «Pocos los llevan tan limpios…otra vez será». Sentí alegrías y tristezas contenidas por la salida imprevista y lo invité a pesar de sus negativas. Algo debió intuir mi amigo por mis gestos o palabras infrecuentes, resultado evidente por mis rudas dotes de actor.

Durante un tiempo eludí pasar por la calle y procuré llevar el calzado más limpio. Sabía de la humillación de darle dinero sin consentir me los lustrase. Total, una más de esas diatribas internas larvadas misteriosamente y blanco de conjeturas. Ahora, el oficio debe andar mal porque no veo a ninguno, aunque me alegro.

Los hombres consiguen triunfos si su ingenio se adapta a los tiempos. Curro, tal vez podría haber sido un gran filósofo y obtener beneficios por sus originales deducciones, si este mundo valorase a los genios, claro. Desgraciadamente, no lo dejaron o no estuvo en el lugar propicio. El señor Voltaire, obsesionado, condenó el terremoto de Lisboa en nombre de la razón y ahora muchos canallas eluden condenas; entre otros atentados, dejar  a talentos extinguirse limpiando zapatos para lucimiento de pintureros.