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EL S-80, submarino sin horizonte

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

Se sumergen y emergen. Desaparecen en un sitio y reaparecen en otro. No, no sean mal pensados. No me estoy refiriendo ahora a los políticos de puertas giratorias. Estoy reflexionando sobre los submarinos españoles. Un tema de fuerte aunque intermitente debate. Uno más de los asuntos y negocios que tienen lugar en los espacios españoles en los que campan a sus anchas las de estrategias deficientes (en este caso industrial), la impunidad en la gestión “alegre” de fondos públicos y, cómo no, el pasteleo político.

La última emersión virtual del nonnato submarino S-80 se ha producido durante la reunión, celebrada el pasado martes, del Jefe de Estado Mayor de la Armada (AJEMA), almirante general don Jaime Muñoz-Delgado, con los periodistas especializados en asuntos de defensa. En aquélla Don Jaime salió, como no podía ser de otra forma, en defensa del programa S-80 de construcción de cuatro submarinos, bien que más que un programa sea un auténtico culebrón. El primero debería haber sido entregado a la Armada en 2012, y ya se daría ésta con un canto en los dientes si pudiera estar recibiéndolo en 2020. Demasiado tiempo de demora con muchas consecuencias negativas  para, entre otras, la defensa nacional y las arcas del Estado. 

La construcción naval española fue siempre una garantía de marca. En el campo de los sumergibles, en cooperación con la francesa DCNS, se construyeron, por ejemplo, los de la clase Scorpène vendidos a Chile, Malasia, India y Brasil.

Desde que se aprobó la correspondiente Orden de Ejecución del S-80, se han sucedido fiascos, demoras e incrementos de costes, que los expertos atribuyen a dos supinos errores estratégicos. Uno, la descapitalización humana de la empresa constructora a consecuencia de un ERE que “licenció” a los más avezados profesionales. Y dos, la decisión de la empresa de desengancharse de la industria francesa para marchar en solitario. Sin embargo, de mi análisis infiero que la madre de todos los errores fue abordar el programa S-80, sin preparar una solvente gestión del mismo. Defecto nuclear en el que, me temo, hay responsabilidades compartidas entre Navantia como constructora y los equipos inspectores tanto de la propia Navantia, como de la Armada y la Dirección General de Armamento y Material (DGAM) del ministerio de defensa. Y, por encima de las anteriores, la superior y directa responsabilidad del secretario de estado de defensa (SEDEF) quien, salvo error u omisión, es el presidente del Comité de Dirección (CODIR) del programa.

La construcción naval española fue siempre una garantía de marca. En el campo de los sumergibles, en cooperación con la francesa DCNS, se construyeron, por ejemplo, los de la clase Scorpène vendidos a Chile, Malasia, India y Brasil, o los de la clase Agosta: Siroco, Galerna, Mistral y Tramontana. Éstos se entregaron a la Armada entre 1983 y 1986 y, treinta años después, los tres últimos continúan en el inventario naval. Aunque, en realidad, de los tres solo está hoy operativo el Mistral. Otro está en dique seco y el tercero casi para el “arrastre taurino”.

Hay cierta disparidad de opiniones sobre la necesidad de que España tenga o no una capacidad solvente de guerra submarina. En la perspectiva negativa ¿por qué entonces habría que gastarse el dinero en submarinos? Mejor dar carpetazo al programa y, derivadamente, a la base y la escuela, ambas situadas en el Arsenal de Cartagena. Pero, en la positiva, no se puede olvidar que se trata de una “capacidad estratégica” (AJEMA dixit) de la que, significativamente, carece la llamada “amenaza no compartida”. No obstante el tema, en esta visión, tiene bemoles: estamos y estaremos hasta no se sabe cuándo sin poder cubrir plenamente tal capacidad. Y, encima, con gran coste económico. No es de extrañar la preocupación de nuestro almirante general.

De mi análisis infiero que, al final, los 2.135 millones de euros proyectados hoy para los cuatro submarinos S-80, darían para poner en servicio solo uno.

Efectivamente, el S-80 está resultando excesivamente caro. Al precio inicial hay que sumarle el extra-coste de tener que rediseñarlo  alargando la eslora (entre otras modificaciones de calado), porque el proyecto técnico original era muy defectuoso. Cuando ya había comenzado la construcción escalonada de los nuevos sumergibles, se dieron cuenta que, entre otras deficiencias, el nuevo submarino tendría un notable exceso de peso y, en consecuencia, una vez sumergido le resultaría extremadamente difícil emerger. Qué barbaridad, ¡pero si los cálculos de flotabilidad son conocidos desde Isaac Peral! Eso por no irse hasta Lavoisier. Otro coste adicional obvio ha sido el tener que contratar finalmente a un socio tecnológico norteamericano para tal rediseño. A los anteriores se une el coste de tener prolongar la vida de los tres submarinos que figuran en inventario actual de la Armada, mediante la respectiva gran carena. Gasto que no existiría si los nuevos submarinos S-80 se hubieran entregado en las fechas contratadas en la Orden de Ejecución. Naturalmente, esa gran demora, ¡de ocho años! en el mejor de los casos, supone también un obvio coste adicional en gastos de personal.

Según las fuentes, se oyen todo tipo de cálculos de gasto. De mi análisis infiero que, al final, los 2.135 millones de euros proyectados hoy para los cuatro submarinos S-80, darían para poner en servicio solo uno. Se necesitará, por tanto,  mucho más dinero adicional si se quiere construir más de uno. ¿Quién tendría que poner el dinero? Teniendo en cuenta que el único accionista de Navantia es la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) —aunque, desde julio de 2014, es el ministerio de defensa el que tiene el control político del Estado en la empresa, con un éxito mejorable—, lo único inequívocamente cierto es que todos costes y los extra-costes habrán de salir del bolsillo del contribuyente: uno de los seculares problemas de la   empresa pública, especialmente cuando trabaja para el Estado. 

La guinda del pastel es la falta de exigencia de responsabilidades por tanto desatino. Es extraño que aun habiendo sido reflejado el folletín en los medios, así como ser un asunto conocido por los partidos políticos, no se haya suscitado particular debate parlamentario sobre él. Un gran experto en cuestiones parlamentarias me sopla que en la anterior legislatura la mayoría parlamentaria impidió el debate. Pero uno, en su propio escepticismo, empieza a pensar qué problema sería más complejo. La sordina parlamentaria respondería, además de a lo anterior, también a responsabilidades políticas compartidas, al miedo a los sindicatos y a algunos intereses espurios. En resumen, y me gustaría equivocarme, a día de hoy el horizonte del submarino español parece difuso. Poco o nada tiene que ver con lo inicialmente proyectado y requerido: los vetustos submarinos continuarán en servicio hasta no se sabe cuándo; los nuevos submarinos quizás no serán cuatro sino, como mucho, tres y, posiblemente, el programa se reduzca a solo uno; éste podría, tal vez, estar operativo en 2020; y el coste final de tres, en su caso, duplicaría el inicialmente calculado para cuatro. No parece un brillante ejemplo de planificación y gestión.