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El socialismo necesario

Se requiere un rearme ideológico.

La endogamia orgánica y política que han desarrollado los partidos en España es consecuencia de un sistema como en el que ha devenido el régimen de la llamada Transición, con un grado tan alto de desarmonía y decadencia que entre los que hacen la política y los que influyen en ella hay tal maridaje que no se sabe muy bien quienes son unos y quienes son los otros, y tiene, como deriva inevitable la oligarquización de todos los ámbitos de poder. Se han transmutado las ideas por ocurrencias y los valores por prejuicios, y el debate político se sustancia en un intercambio de eslóganes. Pero esta banalidad de la vida pública no es neutra, sólo ajena al drama humano que existe detrás de la indefensión social que representa. Este contexto en el caso de la izquierda es sumamente gravoso y contraproducente por cuanto supone bogar por un ecosistema político que afecta de forma desnaturalizadora a su posición y función en la sociedad. En el momento que exista más ideología, más valores, más movilización, más protesta en la calle que en el seno del socialismo habrá ocurrido lo que afirmó Felipe González en Suresnes, que había más socialismo fuera que dentro del PSOE. No hay, por tanto, otro camino que fortalecer el poder ciudadano que legitima el poder político de los socialistas y que lo sostiene. Ello requiere un rearme ideológico en la perspectiva del socialismo necesario.

Asistimos en España a la quiebra de un sistema donde el error es la consecuencia de imponer una realidad oficial ajena a aquellos intersticios donde, fuera de los frontones institucionales, fermentan las creencias, reprobaciones y uso sociales.

El poeta argentino Alma Fuerte escribió que todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de su muerte. El problema es no tener conciencia de esos cinco minutos previos o, lo que es peor, estimar que son prescindibles. La inmunodeficiencia ideológica que ha supuesto para el Partido Socialista la asunción de un pragmatismo adaptativo al sistema, el desmayo de su voluntad transformadora y de cambio, su inmersión absoluta en un nuevo turno canovista de partidos, ya finiquitado, que facilitaba el acceso al Gobierno pero nunca al poder, desanda aquel camino que Largo Caballero afirmaba otrora que había que transmitir a la ciudadanía: “una convicción de cuales son nuestras aspiraciones. Ese espíritu, esa convicción, no se puede llevar a la práctica diciéndoles que debemos conformarnos y que ya veremos qué podemos hacer después. No, no. Hay que crear ánimo para luchar; primero, contra todo lo que venga, y después, para cuando llegue un momento propicio, poder decir: aquí está el Partido Socialista con sus ideas, dispuesto a luchar y gobernar.”

Asistimos en España a la quiebra de un sistema donde el error es la consecuencia de imponer una realidad oficial ajena a aquellos intersticios donde, fuera de los frontones institucionales, fermentan las creencias, reprobaciones y uso sociales. En realidad, asistimos a una privatización generalizada de todos los ámbitos donde el civismo o el demos pudiera tener algún protagonismo. Es la suspensión drástica de la ciudadanía y la capacidad del Estado y la sociedad de regularse mediante principios éticos para circunscribir todas los asuntos morales y políticos a una cuestión de recursos inspirada en la equívoca ideología que se oculta bajo la máscara de teoría científica. El Estado mínimo y la democracia limitada son los instrumentos para evitar cualquier tipo de redistribución de la riqueza y empobrecer a amplias capas de la población.

Empero, como en la oda de Horacio, al partido socialista, si el mundo se está desplomando, no le pueden alcanzar por más tiempo impávido las ruinas.

Ante ello, el Partido Socialista debe interpretar las auténticas necesidades de las mayorías más débiles y desasistidas para construir una política inequívocamente propia, alternativa y no subsidiaria de unos modelos sociales impuestos por un régimen de poder dual y contramayoritario. El socialismo tiene que superar la paradoja de Bossuet, la que definía Rosanvallon como esa particular clase de esquizofrenia de deplorar un estado de cosas y, al mismo tiempo, celebrar las causas concretas que lo producen. Quizás porque como nos dice José Ingenieros, la rutina es el hábito de renunciar a pensar. Precisamente cuando el pensamiento es más necesario que nunca.

La izquierda se ha refugiado en lo que Gianni Vattimo llama pensamiento débil, un pensamiento sin metafísica que es una continua renuncia a trastocar el “orden objetivo de las cosas” impuesto por el pensamiento unilateral conservador. Empero, como en la oda de Horacio, al partido socialista, si el mundo se está desplomando, no le pueden alcanzar por más tiempo impávido las ruinas. Para ello, ya no es suficiente suplir las ideas por un pragmatismo transigente, porque, como nos advertía Ortega, sólo cabe progresar cuando se piensa en grande, sólo es posible avanzar cuando se mira lejos.