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El vértigo de la libélula, sonora transparencia

La lectura de Rocío Biedma se torna conmovedora, intimista, simbólica...

Con esta obra iniciática Rocío Biedma afirma su ser poético en un todo armónico. La elegancia que despliega adquiere la pulsión sutil, reveladora y consciente del descubrimiento que representa la providencia de lo vivido y amado.

 

HENDER LA TRANSPARENCIA.

 

Los caminos poéticos uncidos a la claridad no necesitan ningún aditamento mediático para reconocerse. Este asomo es advertido precisamente por el discurrir natural que concilia la descripción del paisaje al que nos invita y la conciencia que en él encontramos. En este trasunto se enmarca la argumentación que pone en entredicho la pretensión de ciertas plataformas culturales actuales: la fingida anunciación y el huero advenimiento de la nueva palabra poética. Este fenómeno meramente coyuntural atizado por modas y modus vivendi, augura la reconversión de la palabra poética en soportes virtuales. Su propagación exitosa a través de las redes sociales confirma la instantaneidad de la que hace gala y ornato. Su propia naturaleza transige hacia el destino fatal que le depara: el olvido. Esta reflexión arrastra consigo lo que en otros contextos literarios pasados se configuraron como suerte y resorte de ocurrencias, nada más. Y que en la actualidad, con la vorágine virtual puede conceptuarse como patología de lo súbito  Lo esencialmente poético se descalza para andar y posee decidida voluntad de prospección silenciosa.

“Escribir no es una cuestión de voluntad. Más bien es la necesidad de expresar, que nace de una obsesión».

En esta senda la búsqueda no es un fin y sí un propósito que hilvana la incertidumbre hasta confeccionar el tapiz de agua que corre entre nuestras manos sin poderla contener. En el seguimiento de lo esencial, la pérdida es contradictoriamente el hallazgo que mejor define el grado de acendramiento que existe en todo proceso creativo e introspectivo como lo es el poético. Juan Gelmán buceó en ese análisis. Pablo Montanaro en su obra Juan Gelman. Esperanza, utopía y resistencia, itinerario vital y literario, refiere esta reflexión del escritor argentino, “Escribir no es una cuestión de voluntad. Más bien es la necesidad de expresar, que nace de una obsesión. La posibilidad de hacerlo nos lleva al tema de la palabra. El resultado, para quien procura expresar, es el fracaso. Posiblemente esa sea, entre otras, una de las funciones de la poesía: dejar constancia de ese fracaso”. Entre ambas contrapartidas –descubrimiento y merma-  la poesía dirime su ser y estar para respirar junto a nosotros y hacernos saber que nos vive.

 

EL VÉRTIGO DE LA LIBÉLULA.

 

En la amplitud del vasto horizonte de la palabra, el lugar reposado y sereno no es habitual. Más aún si en ese deslizamiento hacia el distanciamiento del fragor lo es desde el primer paso que se apresta a no sucumbir. La determinación que encontramos en esta hermosa obra es uno de los rasgos más sobresalientes. Este aspecto no menor lo es, precisamente, por tratarse de la primera obra de la autora. En su posicionamiento lírico hay una profunda convicción en la resonancia y entronque con la tradición. Desde esa escala que todo poeta que se precie debería tener presente, asciende los peldaños para avistar el amanecer de su palabra. Contemplación y reflexión se entrelazan para urdir un breviario asombroso por su sencillez. La lectura se torna conmovedora, intimista, simbólica, desprendida en la condición de soalzar cualquier apunte anecdótico y concentrar con rumorosa intensidad su delicado vuelo hasta posarse en nuestra levedad. Las diferentes gradaciones por las que transita su acontecer se reconoce en la sinestesia que rezuman los versos. Las sensaciones no se solapan, acaban lindando su propio territorio emocional. Fragmentos en los que implícitamente el discurso no pierde la ilación y, sin embargo, nos sacude y pregunta sobre los vestigios del alma. La memoria tiembla como la estela que en el agua pura deja súbita y levemente la libélula.

 

ROCÍO BIEDMA, INCISIONES DE GASA.

 

En el alumbramiento de un primer poemario su razón de ser subsiste en la autoría del mismo que se debate entre la necesidad de expresar y la trascendencia y juicio al que se somete cuando finalmente se publica. En este caso la autora jiennense posee a su favor el tamiz del propio tiempo y vida y la carencia de premura en atender otros requerimientos que no estén uncidos a su propio despertar lírico. Con esta claridad de planteamiento ha sabido pacientemente acrisolar un mundo interior tan sugerente como emotivo, “Con la serenidad de las aves / seguiremos creciendo, seguiremos volando, / seguiremos amaneciéndonos”. Con este ideario la identificación con la vida se manifiesta como la enramada de un árbol. Cada una de sus ramas abriga la extensión y misterio de la savia invisible que circula por su interior. La obra condensa esa similitud de esencia viva irrigada por sonora transparencia. En este cauce la referencia juanramoniana es inexcusable, “la transparencia, dios, la transparencia, / el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío, en el mundo que yo por ti y para ti he creado”. Desde este pretil privilegiado la autora elabora el mapa celeste de su espíritu. Entre los titilantes topónimos anímicos en los que abunda –soledad, melancolía, ausencia, dolor, deseo, duda, esperanza, ternura- el amor lo impregna profusamente de principio a fin, “Ser luz / u horizonte, donde / alcancen tus ojos / y se recuesten /  con la intención liviana / de hacerte universo”. Los versos arriban como mareas, dejando en la playa de la lectura hermosas conchas que, como todo buen caminante, el lector sabrá apreciar. Esperando que las siguientes la hagan regresar al fondo marino y, tras nuevos pasos, otras diferentes en textura, tamaño y brillantez afloren a su encuentro.

“La poesía no es un sentimiento, sino un estado; no un entender, sino un ser”.

Pero no las guardará en su bolsillo. Si escucha y asiente a su interior, las dejará a su sino como los poemas de esta luciente arquitectura sinfónica, para que reverberen como ese mar que humedece nuestro pies desnudos y borra la huella efímera pero punzante que nos acompaña, “Estuve sentada largo rato / en la esquina de tu nombre. / Y vino la tarde a suplicarme / que no te pronunciara”. Rocío Biedma acuna en su regazo la vitalidad como talismán protector. La propia experiencia no enmarca la existencia. Esta se reorienta con cada pulso vital para no cejar en el empeño de ser lo que ansiamos o aceptar lo que somos. Ese es el quid. La autenticidad poética que destila esta obra tiene imbricación directa con lo que afirmara Cesare Pavese en su obra El oficio de vivir. Para el escritor italiano el oficio de escribir era la propia vida, “La poesía no es un sentimiento, sino un estado; no un entender, sino un ser”. Ese ser que no se libera del vértigo como el funambulista que no se arredra y avanza decidido sobre el cable acerado, a pesar del vacío.