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El yoísmo y la falta de valores

Muchos de nuestros actuales jóvenes calificarán estas normas como decimonónicas.

Les cuento una anécdota que presencié en la mañana del pasado Viernes Santo. Acabábamos de ver pasar a la Esperanza de Triana por la puerta del Baratillo en pleno barrio del Arenal sevillano. Íbamos de recogida tras tomar un café en uno de los pocos bares de la zona abiertos a esas horas. Oímos voces por una de las callejuelas cercana a Arfe. Un mendigo habitual del barrio, Juanito, delicuente y pedigüeño habitual y gorrilla ocasional, corría detrás de una jóven reprochándole a voz en grito que hubiese dejado abandonada en plena calle una enorme bolsa de basuras sin colocarla en su correspondiente contenedor. La escena no hubiese tenido nada de particular si no fuera porque los papeles de los intérpretes parecían cambiados. Que un desastrado indigente que suele dormir al raso y viva de la lismona tenga que enseñarle las más elementales normas de convivencia social a una veinteañera es un claro síntoma de lo mal que estamos haciendo las cosas, de la cada vez menos valorada educación que le estamos dando o escatimando a nuestras nuevas generaciones. La falta de educación y de valores convivenciales es cada día más evidente en una sociedad en la que prima el “yoísmo”.

Ahora nos miran con cara de estupefacción y sorpresa si alguno de nosotros, viejos carcas, actúa según las enseñanzas educacionales que nos dieron nuestros padres.

A la mayoría de ustedes les habrá ocurrido en más de una ocasión. Subir a un autobús público y encontrarse todos los asientos ocupados por veinteañeros enfrascados en sus móviles y sus whatsapp mientras una anciana trata de agarrarse con sus escasas fuerzas a la barra para no caerse. Son contadas las veces que alguno de ellos retira la mirada del telefono y le cede el sitio. Como habitual es que nadie le ceda el paso a una persona mayor al entrar en un establecimento o le deje la acera a un impedido. No digamos ya lo de abrirle la puerta o acercarle la silla a una mujer, actos que son tildados de machistas por la nueva fiebre ultrafeminista que nos invade. Ahora nos miran con cara de estupefacción y sorpresa si alguno de nosotros, viejos carcas, actúa según las enseñanzas educacionales que nos dieron nuestros padres.

 

Algunos considerarán que todo este tipo de situaciones son anecdóticas y que esas elementales normas de convivencia pertenecen más al pasado reciente de una sociedad conformada por tics emanados de una dictadura como la franquista y recogidos en libros de cabecera como “El manual de Urbanidad” de Manuel Antonio Carreño o las “Reglas de urbanidad y buenas maneras” de Ezequiel Solana.  Unos textos en losque se les enseñaba a los jóvenes desde cómo utilizar bien los diversos cubiertos en la mesa a mostrar respeto a los mayores, saludar respetuosamente o vestirse de forma adecuada a cada situación. Muchos de nuestros actuales jóvenes calificarán estas normas como decimonónicas, obsoletas y periclitadas, impropias del siglo XXI en el que vivimos.

El respeto a los mayores ha pasado a ser algo execrable o al menos nimio.

Nada más lejos de la realidad. Las nuevas generaciones, educadas en el egoísmo propio de unos sistemas educativos que han atendido más a intereses políticos que a la propia convivencia social, han dejado de lado cualquier norma que nos dé un atisbo de humanidad y de comportamiento social. El respeto a los mayores ha pasado a ser algo execrable o al menos nimio. La experiencia apenas si es tenida en cuenta en una sociedad en la que la juventud, la belleza externa, la fachada y el culto al cuerpo se ha convertido en la nueva ley que impera.

 

No es de extrañar que las sociedades occidentales, cuna de las civilizaciones más desarrolladas, hayan sido las primeras en adoptar nuevos estereotipos antisociales que los medios de comunicación, sobre todo la televisión y las nuevas tecnologías (internet y las redes sociales) alientan hasta la saciedad. Estamos creando una sociedad de “robinsones crusoe” en la que las relaciones comunes se han quedado constreñidas a una pequeña pantalla de ordenador o de móvil que te permite relacionarte con millones de supuestos “amigos” a los que sólo conoces por una contraseña de Twitter o Facebook. El campo de relación social se ha ampliado a límites inverosímiles pero ha perdido cualquier atisbo de confianza o amistad. Vamos encaminados hacia una sociedad de avatar, de fantasía, en la que la realidad vurtual sustituye al necesario y clave contacto humano directo.

Todo eso se ha perdido y ya sólo nos queda la esperanza de que el niñato del móvil levante la cabeza de la pantalla y se digne a cedernos el asiento en el autobús.

Si a todo ello le sumamos el empeño que han puesto en los últimos años los gobiernos occidentales en convertir al Estado en el “papá protector” que nos obliga a cumplir una serie de requisitos indispensables para la convivencia so pena de castigarnos, apaga y vámonos. La pregunta es ¿no eran más socialmente provechosas nuestras pandillas callejeras, nuestras reuniones nocturnas de cuentos de terror, nuestros juegos en la calle, nuestras aventuras campestres, nuestros primeros escarceos amorosos en los guateques, nuestras ilusiones por ver el mar o por esperar el regalo de Reyes Magos? Todo eso se ha perdido y ya sólo nos queda la esperanza de que el niñato del móvil levante la cabeza de la pantalla y se digne a cedernos el asiento en el autobús. Es lo que hay.