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Empleado público: servicio, no privilegio

Permítasenos el derecho a la réplica, aun dudando que a Francisco J. Ferraro lleguen estas palabras.

 

Equiparación salarial del trabajador público con la media del territorio nacional. Que nuestros maestros, enfermeros, médicos o profesores de instituto tengan una remuneración acorde con la media de lo que cobran sus iguales del resto de España. Así, a priori, parece bueno y deseable, ¿no? Pues hasta algo tan elemental está en cuestión. Pero vayamos por partes.

En primer lugar, debemos reconocer que algo hemos conseguido, los trabajadores públicos. Porque los responsables del gobierno andaluz saliente se guardaron muy bien, durante décadas, de admitir lo evidente: que los trabajadores de la administración en Andalucía cobraban menos que los de otros lugares de España. Así que, si una persona tan solvente como Francisco J. Ferraro admite el hecho, se ha dado un paso de gigante.

El siguiente es que la corrección de este agravio comparativo figure en un programa de gobierno, como parece ser el caso. Algo digno de saludar, sin lugar a dudas. A continuación, el comentario que, sobre el particular, emite el mismo Ferraro:

 

«…no parece razonable que los empleados públicos sean unos privilegiados respecto a las condiciones de trabajo de los profesionales que trabajan en puestos semejantes en el sector privado, y debe tenerse en cuenta que los salarios privados de los andaluces son de los más bajos de España, que los salarios de los servidores públicos se nutren de los impuestos sobre los salarios de todos andaluces y que el coste de la vida de Andalucía es inferior a la media nacional».

 

Permítasenos el derecho a la réplica, aun dudando que a Francisco J. Ferraro lleguen estas palabras.

El empleado público, funcionario o no, llega a su puesto tras un verdadero calvario de años y pruebas. No llega a lo de «sangre, sudor y lágrimas», pero admite un punto de comparación. Ignoro en qué sentido emplea el señor Ferraro la palabra «privilegiado». Ser empleado público es algo factible para cualquier ciudadano español, de la UE e incluso extracomunitario, reuniendo ciertos requisitos. El puesto logrado — y los sufrimientos para alcanzarlo — son un ejemplo de lo verdaderamente democrático que hay en este país.

Contra la independencia y el respeto a la Ley del empleado público, funcionario o no, se alzó en un determinado momento un partido hegemónico que confundió lo político con lo institucional, y creó la así llamada «administración paralela». Después de crearla y engordarla, la negó, una y otra vez, aunque bien que se ocupó de que todos la mantuviéramos bien ahíta. Excede del propósito de este artículo un análisis, siquiera somero, de la utilidad, conveniencia y objetivos de tal procedimiento. Voy a la conveniencia o no, de equiparar los salarios de los trabajadores públicos «de verdad» con los del resto de España.

Asumamos, pues, el aserto de Ferraro: Andalucía tiene menos renta por habitante. Andalucía tiene un menor coste de la vida. Por ello, es justo que nuestros trabajadores públicos cobren menos que sus homólogos de España. Atentos a la falacia: como en Vallecas la renta y los costes son menores que en el barrio de Salamanca (ambos en Madrid), la función pública, desde ahora, admite una remuneración variable en función del «entorno económico».

 

Pero, aceptemos el argumento de Ferraro, y veamos las consecuencias:

 

Primera: es más probable que los jóvenes más preparados de Andalucía busquen destino fuera de la tierra.  Es lógico. ¿Para qué quedarte en una tierra que te paga menos para la misma capacitación? El desfase de sueldos favorece la talentofobia, una de las características, por cierto, de la administración saliente. Se va uno fuera, que no pasa nada. A casa, por Navidad. Y a la playa, de vacaciones. Pero el sueldo es algo muy serio.

Segunda: para los que ya estamos dentro, cunde la idea de la administración andaluza como algo hostil, punitivo e insensible. Como una condena sin remisión posible. El establecimiento de un agravio de sueldos se constituye, pues, en una causa de desafección hacia la verdiblanca. Esta «frialdad» del empleado público quiso «arreglarse» con la lealtad sin fisuras de la «administración paralela».

Una desventaja salarial invita a ver al estado autonómico como una desventaja en todos los sentidos y, por tanto, hace añorar la época de un estado central para el que todos teníamos la misma consideración, de Calahorra a Motril. En consecuencia, cualquier partido que proponga la limitación o la supresión del estado autonómico se verá directamente beneficiado por este estado de ánimo. Máxime cuando, durante décadas, el sufrido trabajador público ha sido sometido al peor de los insultos: negarle que el agravio existe. Como negarle al hambriento que tiene hambre.

El señor Ferraro podría contemplar, alternativamente, este punto de vista: que en una región depauperada social y económicamente, el empleo público — el «de verdad», insisto —, suponga una ventaja real para una juventud con ganas de esforzarse. Que se asignen recursos para fortalecer una verdadera clase media, en situación de consumir e invertir, y con vocación política de centralidad y estabilidad. Y que, lejos de tildar dicha situación como un privilegio, se la señale como un camino, según parece olvidado: el del esfuerzo personal y el del servicio colectivo. La selección clásica según la igualdad, mérito y capacidad, oscurecida en décadas recientes a favor de políticas inconfesables que no vienen hoy a cuento. De este funcionariado surgieron grandes figuras de la vida política, en el pasado. Porque venían dotados de un ADN radicalmente diferente a lo que se ve en la actualidad: esfuerzo personal, trayectoria profesional y servicio a la colectividad.

Creo que no me equivoco si le digo que somos muchos en rogarle que matice usted sustancialmente los argumentos que han servido al gobierno andaluz saliente para castigar a la excelencia durante más de tres décadas, señor Ferraro.