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En busca del centro perdido

Rajoy y Sánchez deberían mirarse en el espejo de la historia para darse cuenta de los errores.

Siempre he defendido que, desde que España inició su último proceso de transición de la dictadura  a la democracia, a finales de los años 70 del pasado siglo, las mayorías parlamentarias se han basado en el voto de un sector de la población que abominaba de los cambios traumáticos. Es algo evidente que los ciudadanos han venido apoyando desde las primeras elecciones democráticas a aquellos partidos que han sabido recoger las aspiraciones de una sociedad, heredera de una sangrienta guerra civil, harta de experimentos pseudorevolucionarios y necesitada de fuerzas políticas que apostaran en sus programas por cambios y reformas no traumáticas que evitaran nuevos enfrentamientos radicales.

Fue todo un ejemplo de pacífica transición que ha sido espejo para numerosas naciones no sólo de nuestro entorno sino de todo el mundo. Y la Constitución de 1978, pactada por todos, fue la carta de naturaleza que le dio visos de naturaleza al proceso.

Mientras los movimientos revolucionarios triunfaban en sociedades tercermundistas donde la diferencia de clases era abismal y la brecha social insalvable y eran caldo de cultivo de movimientos, (Cuba, Nicaragua, China, Corea, Afganistan, Irán, Irak y algunas ex colonias africanas) el resto de los paises desarrollados apostaban por regímenes más o menos socializantes dentro de unos cánones soportables. La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, principal valedora económica de las diversas revoluciones tercermundistas, propiciaron un ajuste de peones geoestratégicos dejando a las fuerzas neomarxistas huérfanas, con la única excepción de China, del patronazgo y de la posibilidad de llevar a cabo sus estrategias de cambios más o menos violentos. Por otra parte, el mundo desarrollado estaba también vacunado contra el auge de la extrema derecha que, como el nazismo o el fascismo, habían provocado la catástrofe humanitaria más enorme de la historia.

Dentro de este panorama general, España no iba a ser una excepción y, de hecho, las primeras elecciones democráticas demostraron que este país apostaba por un cambio sin traumas, por una modernización de sus estructuras políticas y sociales sin enfrentamientos viscerales que nos recordaran la todavía reciente Guerra Civil. Pese a las críticas que surgen ahora por parte de indocumentados y analfabetos iluminados de uno u otro signo, lo que se llamó la reforma política, puesta en marcha no sólo por la UCD de Adolfo Suárez sino también por partidos de todo el espectro, desde la AP de Fraga al PCE de Carrillo pasando por el PSOE de Felipe González, fue todo un ejemplo de pacífica transición que ha sido espejo para numerosas naciones no sólo de nuestro entorno sino de todo el mundo. Y la Constitución de 1978, pactada por todos, fue la carta de naturaleza que le dio visos de naturaleza al proceso.

Las mayorías, e incluso las mayorías absolutas, las dan cinco millones de electores de centro que oscilan a uno u otro lado dependiendo de la radicalización o de los errores (entre ellos la corrupción) de los partidos mayoritarios.

En 1977, España se decantó por el centro, y fuerzas que, en principio, podían tener gran aceptación popular como el PCE, quedaron relegadas a unos escasos escaños poco representativos de su trabajo y sacrificio durante la clandestinidad. Esta imagen egocentrista se ha ido repitiendo una y otra vez durante todos los procesos electorales celebrados en los últimos cuarenta años. Los hechos os han ido demostranto reiteradamente que las mayorías, e incluso las mayorías absolutas, las dan cinco millones de electores de centro que oscilan a uno u otro lado dependiendo de la radicalización o de los errores (entre ellos los de la corrupción política) de los partidos mayoritarios.

No es cierto, pese a lo que digan politólogos interesados, que en España se haya acabado el bipartidismo. Lo que ha ocurrido es que los dos grandes partidos que hasta ahora conformaban dicho bipartidismo, PP y PSOE, se han visto disgregados en otras fuerzas, Ciudadanos y Podemos, que con más o menos fortuna, han sabido adaptarse mejor a las circunstancias actuales. Si nuestro sistema electoral fuese parecido al francés, con una segunda vuelta decisiva, podríamos comprobar cómo ambos partidos volverían a disputarse el Gobierno de este país. Como Ulises los ciudadanos ignorarían los cantos de sirena de los neorrevolucionarios de Iglesias o las ilusorias promeseas de los neoliberales de Rivera, Con ello se irían al traste las demagogias populistas utilizadas por uno y otro.

Estoy convencido de que el fracaso electoral que se les avecina tanto para el PP como para el PSOE, tiene aún remedio si ambas fuerzas políticas son capaces de reconducir su inaceptable liderazgo.

Por todo lo relatado, estoy convencido de que el fracaso electoral que se les avecina tanto para el PP como para el PSOE, tiene aún remedio si ambas fuerzas políticas son capaces de reconducir una situación cuyo mayor problema se centra en su inaceptable liderazgo. El principal obstáculo para una renovación de ideas y estructuras son en este momento Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. Uno por su inmovilismo genético y su ceguera por admitir problemas y buscar soluciones, y el otro por el exceso de protagonismo y ambición personal por encima de los intereses generales y los de su propio partido. Ambos deberían mirarse en el espejo de la reciente historia de España para descubris donde están los errores que les adelantan las encuestas.

Decía Winston Chrchill que “el político se convierte en estadista cuando cominza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”. Es algo que deberían aplicárselo todos los dirigentes actuales para evitar que los ciudadanos acabemos optando por introducir en las urnas papeletas en blanco o quedarnos en casa.