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Envidia sana de los catalanes

Pepe Fdez
Pepe Fernández*

Los andaluces, como el resto de los españoles no residentes en Cataluña, hemos permanecido expectantes y quizás algo distantes durante semanas a lo que sucedía (y sigue sucediendo) en la montaña rusa en que se ha convertido la política en el viejo Principado. Tan solo una mujer  parece que ha estado  como andaluza de guardia. Susana Díaz, la única dirigente autonómica española que ha intentado meter palo en candela en estas semanas a cuenta del golpe catalán, con escaso eco por cierto.

Hemos estado también desconfiados, los menos seguramente, sabiendo que se está moviendo la placa tectónica del mapa autonómico español y que nada bueno nos va a traer en el reparto final de no estar atentos los andaluces, como el resto de españoles.

Tengo mi propia tesis sobre ese distanciamiento. Tiene que ver con la imagen que durante décadas nos vendieron de Cataluña, el oasis donde se regaban los jardines con agua Vichy Catalán de Caldes de Malavella. Sin olvidar el goteo de sedes mercantiles del Ibex35 que les iban tocando en un sorteo al que nunca concurríamos los demás.

Cataluña, para los andaluces, no es territorio enemigo. Nunca lo fue, ni siquiera cuando Rojas Marcos se presentó allí a las elecciones con el PSA. Quizá fue un territorio hostil para los que emigramos en los 60, cuando muchos eran llamados despectivamente como charnegos, muchos de aquellos emigrantes eran los abuelos de los niños que hoy lucen la estelada al cuello y gritan «inde, inde, independencia» en las calles de Barcelona. Recuerdo situaciones en las que el trato recibido por emigrantes andaluces podía parecerse bastante al que hoy en día se dispensa en muchos lugares a los emigrantes legales o ilegales en España. En aquellos años de miseria y de dolor por el obligado éxodo, los emigrantes andaluces, extremeños y murcianos, fundamentalmente, hicieron el trabajo sucio y duro que nadie quería hacer, como pasarse ocho horas en un sótano, bajo las máquinas de una fábrica textil, soportando olores y los efectos nada saludables del ácido sulfúrico empleado.

En todo caso, si los andaluces albergamos en nuestro fuero interno algún sentimiento atípico respecto a Cataluña, ese ha sido durante muchos años el de la envidia, sana envidia.

 

Un 92 distinto y distante

Cuando a principios de los años noventa, hace de eso 27 años, empezamos a leer denuncias informativas de aquello que se llamó “Caso Juan Guerra” o “Caso Guerra”, empezamos a creer que lo nuestro no tenía arreglo. Que Andalucía, tierra tradicional de pícaros era, pasados los siglos, un escenario algo más moderno, sí, excepto en los comportamientos humanos de un manojo de aprovechados y bien situados paisanos.

En Sevilla se organizaba una Expo y en Barcelona unos juegos olímpicos. Aquí fuimos muy duros con quienes envió Madrid (Felipe González) a hacernos la exposición en la Isla de la Cartuja, hasta el punto de convencernos muchos que La Expo se había podido ejecutar, pese a los sevillanos.  Con mayor o menor motivo acusamos de todo a los gestores del 92, sospechamos de su honestidad e incluso llegamos a declarar “persona non grata” a un montañés, Jacinto Pellón, que fue capaz de inaugurar la muestra en la fecha prevista del 20 de abril del 92. Una proeza,  tuvo que reconocer todo el mundo. El mismo Pellón al que se le sacó a pasear en el caso Costa Doñana y anteriormente en la reprivatización de Rumasa, particularmente con la constructora Hispano Alemana de por medio. Demasiada cercanía al felipismo generaron dudas, sospechas y mamoneos. El apretado calendario y la urgencia de todo para que estuviese a punto, cueste lo que cueste, se encargó del resto.

Sin embargo, lo de Barcelona nos causaba envidia. Allí todo parecía hecho con seny, con sentido común, rigor en el gasto, seriedad, planificación, los catalanes iban cumpliendo sus plazos y sin grandes escándalos de corrupción. Una obra para unos días, frente al medio año que duraría la muestra sevillana, con grandes inversiones públicas a desarrollar en ambas ciudades para toda la vida.

 

La ejemplar Barcelona 92

Solamente aparecía Barcelona 92 en los medios en tono elogioso y positivo. Allí no se robaba, ni se malversaba, ni siquiera tenían amigos empresarios los políticos a los que atender en reparto de obras previamente amañado. ¡Unos santos!

Tanta quietud resultaba muy rara y sospechosa, desde luego, tal y como se ha podido comprobar décadas después al constatarse que, efectivamente, Cataluña era un oasis gobernado bajo una gran omertá donde se mezclaron todo tipo de intereses, particularmente los económicos; los mismos que en la sombra manejaron los hilos de la política entre Madrid y Barcelona durante décadas. Ni que decir tiene que ciertos grupos mediáticos fueron cómplices del silencio obligado tras pasar por una rebosante caja pública de aquellos años de vacas engordadas con los presupuestos generales.

Solo hay que remitirse a la familia de Jordi Pujol i Soley, a los millones que han podido levantar durante casi tres décadas, para darnos cuenta de que la podredumbre alcanzaba al corazón mismo de la manzana, a lo más alto del gobierno y del nacionalismo catalán. Ese mismo nacionalismo que, a partir de entonces,  se puso en manos del radicalismo anti sistema para lograr la soñada independencia.

Soy de los que mantiene que la explosión final del independentismo, en gran medida, estuvo precipitada y activada por la ruptura del pacto de no agresión y silencio de años mantenido entre Madrid y Barcelona. Y seguramente se rompió porque bastante tenía el gobierno del PP con taponar en los ámbitos judiciales sus vías internas de corrupción, tal y como se ha confirmado finalmente en el caso Gürtell.

Normalmente si el de arriba roba o malversa, los que están debajo o a su lado, tarde o temprano también acaban metiendo la mano en la caja. Eso siempre ha sido así, ningún abandono o dimisión se conoce públicamente por rechazo a esa circunstancia.

Una tesis, la contaminación entre poderes del Estado, que lleva implícita una anomalía democrática de gran calado y consecuencias prácticas muy nefastas. Que el ejecutivo parece que maneja el poder judicial a su antojo y capricho. Adiós a la separación de poderes.

Es por esa percepción de contaminación del Poder Judicial  por lo que se pusieron alegremente en la bandeja de la “mediación política” frustrada hace unos días la puesta en libertad de los jordis en Soto del Real, encarcelados preventivamente por orden de la Jueza Carmen Lamela desde la AN.

 

Sistema judicial contaminado

Las manifestaciones en Bruselas de Puigdemont este martes no dejan tampoco lugar a dudas. El expresident, cogiendo el rábano por las hojas, quiso expresar su disposición a negociar aquellos asuntos que no están en manos del poder ejecutivo, sino en el judicial, algo completamente imposible desde el punto de vista legal y constitucional.

Pero lo más alarmante de todo no es que el ex MHP Puigdemont y todo el independentismo que le respalda se acojan a la idea fundamental de que el ejecutivo de Madrid manda, manipula y decide lo que tienen que hacer y firmar los jueces de este país. (Lo del manejo de la Fiscalía por el gobierno de turno es algo que nuestros niños aprenden ya en las escuelas). Claro, a todo esto, sin reconocer nunca que ellos se han saltado previamente las leyes a la torera.  Lo más grave y que genera una impotente alarma social es que la inmensa mayoría de ciudadanos de este país se lo acaban creyendo a pies juntillas. Tiene su explicación esta deficiencia democrática con solo repasar lo sucedido en la investigación de la corrupción política en estos últimos años en España.

La Justicia en España, y sálvese el que pueda, ha permitido escandalosas y politizadas instrucciones diseñadas y ejecutadas desde los despachos de la política. Por la cara. Los representantes del Poder Judicial, elegidos por los partidos políticos para el puesto, no han sido capaces de velar por la imagen de imparcialidad e independencia que la inmensa mayoría de jueces y juezas de este país aplican a su trabajo diario. Y no lo han logrado porque nunca movieron un dedo para atajar esa constante y permanente contaminación del poder judicial por parte de los moradores de la política.

En estos días, cuando la opinión pública y en particular los usuarios de la Justicia en España comprueban la velocidad con la que se tramitan diligencias contra los “rebeldes y sediciosos” catalanes, se acaban creyendo el argumentario independentista de que la represión de Madrid sobre Cataluña se ejerce vía jueces y fiscales, todos bajo la batuta de Rajoy. Algo que en el actual contexto parece del todo punto inviable, aunque alguien lo intentase por las puertas traseras. La Magistrada Lamela, según los más variados indicios, parece que es uno de esos versos sueltos que, en las alturas de los órganos jurisdiccionales más importantes de este país, escapan al control del poder político a la hora de afrontar su responsabilidad como jueza instructora.

 

‘Caso Amat’, los ERES, instrucciones atípicas

Sin salir de Andalucía. En Roquetas lleva cinco años (y 7 jueces) abierto un procedimiento llamado Trama Amat, sin que su principal protagonista, el líder del PP almeriense Gabriel Amat, sepa muy bien de qué cosas se le acusa formalmente.  Y si hablamos del Caso Eres en Sevilla, el escándalo adquiere niveles de sainete al comprobarse como otra jueza, en el mismo país, con las mismas leyes en la mano que la anterior compañera, contradice día sí, día también, a su predecesora. Una y otra, por cierto, parece que algo contaminadas, directa o indirectamente, por los políticos del PP y del PSOE.

Por tanto, que nadie se rasgue ahora las vestiduras – “que escándalo, que escándalo, aquí se juega”- cuando ante la Unión Europea el Sr Puigdemont se ha cogido al clavo ardiendo de la falta de credibilidad del Sistema Judicial español. Es un arma potente, desde luego, porque el camino está plagado de indicios que así lo confirman. Tirando alto estamos ante una de las muchas consecuencias de la nula voluntad política demostrada por los grandes partidos en la lucha contra la corrupción en estos últimos veintitantos años. Los tribunales de justicia han sido utilizados, en los grandes escándalos de robo de dinero público, como un instrumento político arrojadizo contra el adversario. En definitiva: el triunfo del y tú más. Podemos y debemos criticar con dureza a Puigdemont por su intención de no acudir ante una Justicia que él no considera independiente; pero los que hoy gritan deberían antes examinar comportamientos y actuaciones del inmediato pasado en ese ámbito judicial español. Motivos para la desconfianza, existen, desde luego.

 

El nivel de los políticos

Arrancaba el artículo hablando de la sensación de envidia sana que históricamente nos provocaba allá por el 92 el entonces llamado oasis catalán. Una sensación que se fue evaporando conforme nos llegaban las más o menos discretas andanzas de la familia del ex MHP Jordi Pujol y otros ilustres prohombres de la política y la burguesía nacionalista catalana. (Andalucía ha sido tierra de negocio para muchos de ellos)

Pese a todo, permítanme dejar constancia que en estos días he vuelto a recuperar algunas dosis de envidia sana respecto a Cataluña. Me refiero al escuchar a los dirigentes de la política catalana en general que, salvo excepciones, han demostrado, cada uno en su papel, un nivel, una entrega y una preparación que difícilmente podemos hallar hoy en la bancada política andaluza, con muy contadas excepciones. Dejo a la imaginación del lector la comparación de nombres y apellidos. Seguro que concluirá conmigo que, a día de hoy, Cataluña tiene políticos mejor preparados – acertados o no en sus postulados- que nosotros. Y no solo porque hablen más idiomas o Cataluña tenga solo un 12% de paro.

 

*Pepe Fernández es Periodista.

@Pepe_Fdez