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España y el Informe Chilcot

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

Después de siete años de investigación, ayer salió finalmente a la luz el informe Chilcot sobre la guerra de Irak. El objetivo principal de la investigación, en palabras de Sir John Chilcott al presentar sus conclusiones, era “revelar si fue necesario invadir Irak en 2003”.

En un expediente de más de dos millones de palabras, la comisión británica Chilcot hace una amplia, descarnada y fría exposición de lo sucedido, incluyendo el proceso de decisión y sus principales actores, hasta llevar a la invasión de Irak iniciada en la madrugada del 20 de marzo de 2003. Una guerra que acabaría con el régimen de Saddam Hussein, así como las vidas (entre otras muchas) de 150.000 civiles iraquíes y 179 de soldados británicos. Una acción militar “fundamentada” en el peligro que representaba para la paz mundial, la existencia (que se mostró falsa) de armas de destrucción masiva en manos del dictador iraquí. Un conflicto que tendría y sigue teniendo unas enormes y catastróficas consecuencias para todos.
A pesar de que algunos quieran negarlo, fue una guerra en la que España, bien que no desplegara medios militares visibles en su inicio, intervino muy activamente. Y, además, lo hizo antes, durante y después de la invasión.

Antes se dio apoyo político expreso, como quedó reflejado en la famosa reunión de las Azores (con foto incluida), el 16 de marzo de 2003, de Bush, Blair, Aznar y Barroso. Fue una reunión en la que, bajo el pretexto de acordar un ultimátum a Sadam Hussein, se selló la decisión de invadir Irak cuatro días después. Una decisión que, por otra parte, estaba tomada desde hacía muchos meses. También se apoyo militarmente, porque para poder desencadenar las operaciones el día 20 de marzo, bases españolas, principalmente Morón y Rota, fueron puntos de apoyo fundamental al enorme trasiego operativo-logístico, previo a una operación de la gigantesca envergadura que tuvo la invasión de Irak.

El gobierno español apoyó política y explícitamente la guerra comenzada  e incluso se empezó a preparar el envío de tropas españolas para la fase posterior a las operaciones en curso.

 

Esos dos apoyos, el político y el operativo-logístico, fueron refrendados y mantenidos asimismo durante la fase inicial de la invasión. Tal y como se había acordado en Azores, el gobierno español apoyó política y explícitamente la guerra comenzada (aunque la palabra guerra fuera sistemáticamente “evitada” en nuestros lares), e incluso se empezó a preparar el envío de tropas españolas para la fase posterior a las operaciones en curso. Ni qué decir tiene que las bases españolas continuaron utilizándose por las fuerzas norteamericanas, en su ajetreada actividad de ida a, o de regreso del teatro de operaciones de Oriente Medio, y para la alimentación del mismo.

Posteriormente, después de la inicial invasión, la implicación española se incrementó. Además de continuar con el fuerte respaldo político a las operaciones, España envió, a partir de julio de 2003, la Brigada Multinacional Plus Ultra (BMPU) que, mandada por un general español, agrupaba, junto al contingente nacional de 1300 soldados, otros menores de El Salvador, Honduras, República Dominicana y Nicaragua (se deja a la imaginación del lector que calcule cuántos meses antes comenzarían las negociaciones, arreglos y preparativos, para que la brigada pudiera iniciar su proyección en julio de 2003). La BMPU se integró en una División bajo mando polaco que, a su vez, estaba subordinada al mando —norteamericano por supuesto— de la zona de operaciones. La presencia de la fuerza española terminó cuando, en abril de 2004, tras ganar las elecciones generales del mes anterior, el presidente del nuevo gobierno, señor Zapatero, ordenó su inmediato repliegue a España. Todo ello, son hechos y, por tanto, factores muy tozudos.

En definitiva, como antes adelantaba, hubo por parte de España implicación y apoyo políticos a la guerra de Irak antes, durante y después de las operaciones. Sobre las razones por las que el presidente Bush se empeñó en esa segunda guerra del Golfo, y en derrocar esta vez al dictador Saddam Hussein, se ha escrito muchísimo. Aunque quizás sus razones últimas nunca se sepan, debieron ser muy poderosas para él. Tanto que arrastró al premier Blair en su aventura y contó, como palmeros distinguidos, con el dúo ibérico: Aznar y Barroso. Una aventura que se desencadenó al margen de la legalidad internacional, puesto que no hubo Resolución del CSNU que la avalase. En todo caso, el presidente norteamericano se equivocó. Es cierto que libró al mundo de un dictador. De los muchos que había y siguen existiendo. Pero desató tres enormes desastres: empeñar sin base legal suficiente una coalición internacional en una guerra contra la insurgencia/milicias iraquíes; destapar la olla de la permanentemente larvada guerra civil entre chiíes y suníes; y, todavía peor, facilitar el reforzamiento de Al Qaeda llevando al ascenso del llamado Estado Islámico (EI o DAESH), ese que diariamente asesina y aterroriza en cualquier lugar del mundo en nombre de Alá.
Obviamente, los datos y conclusiones del informe Chilcot no caben en este post. No obstante, y siguiendo el relato de Sir John, se podría afirmar —parafraseando al desaparecido dictador iraquí— que la madre de todas las conclusiones es que “el Reino Unido decidió invadir Irak sin que todas las opciones pacíficas para el desarme hubiesen sido agotadas. En aquella época, la vía militar no era la única opción”. En consecuencia, a tenor de ese informe, la invasión de Irak, el 20 de marzo de 2003, desencadenó una guerra ilegítima. Una guerra cuyos efectos llegan hasta nuestros días. Y uno podría preguntarse ¿hay o no lugar a exigir responsabilidades a los inductores y últimos responsables de tanto error, dolor, muertes y destrucción?