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Eternas picarescas

De la lectura de El Guzmán de Alfarache, El Lazarillo de Tormes o la Celestina, por ejemplo, me surge la teatralidad de reproducir en vivo algunos de sus personajes.

Por imperativos de una edad algo avanzada ─misericordioso es uno para sí─ paseo algunas tardes con mi mujer por lo del dicho: «…es para estirar las piernas». Pero a nuestros cuerpecitos los veo progresivamente acortados, visión cruel ahora pero entonces jocosa, aquella frente a los caritativos  espejos de una atracción ferial en terrenos del Prado.

Mientras avanzaba el crepúsculo presidio por el mayestático talante del rey Fernando, ojo avizor a la Casa Consistorial, las luces del entorno y sin el menor aspaviento, comenzaban a irradiar tenues luminosidades, preludio ambiental para escuchar las diez lentas campanadas del reloj municipal, tal vez contagiadas por los maceros en solemnidades reales.

 

No obstante, un contrapunto lo ponía una admirada banda de muchachos con atuendos informales interpretando la ‘Muerte tenía un precio’, de Morricone.

 

Nos sentamos en un banco donde un señor pulgaba su móvil con suma atención, claro y apenas nos devolvió un saludo inicial, claro. Mientras me entretenía  en encontrar una losa intacta y ojeaba al paisanaje, ─incluido muchachotes adrenalíticos a bordo de patines circenses con ansias de colapsar las Urgencias sanitarias─, observé a un señor de unos 40 años escrutándonos. «Verás, se acercará». «¿Conocido tuyo?». El diálogo matrimonial quedó aclarado cuando a una distancia prudencial nos dijo a los sin móvil: «Esta tarde llegué de Algámitas y, mientras dormitaba un poco, me robaron la maleta, la cartera y el móvil. Me podrían dar para un bocadillo?». Es cierto, gran anomalía ─pensé─ la carencia de un móvil porque sin él uno no es nadie, igual el abajo firmante, poseedor de una pequeña reliquia sin internet ─sea expresado mi secreto y culpa en confesión pública─, pero como a casi todo llega la costumbre, pues vivo sin él, casi sin identidad al no poseer capacidad informativa, ni de comunicación comprimida en el universal apéndice biónico.

 

En una reacción espontánea, después de haberle dado un euro, le pregunté: «Supongo habrá puesto una denuncia. En algún caso puede resultar necesaria y efectiva». El hombre se acercó algo más. «Por supuesto, la puse de inmediato».

 

Hizo un ademán de sacarla del bolsillo del pantalón al tiempo de mis palabras: «Soy comisario de policía jubilado, me gustaría leer el texto, ¿me permite?». Pero de inmediato la búsqueda directa se detuvo y comenzó a autochequearse compulsivamente. Acabado el cual, dio una cambiada currorromerista. «Esta zona debe ser cara para la compra del bocadillo ¿conoce alguna barata?».

El caballero del móvil decidió intervenir después de la partida de la ‘víctima’. «Caballero, ¿cómo se dejó engañar? Este fulano es muy conocido, siempre con la misma cantinela…». Al comprobar la dejada de su móvil, cerciorado de prestarme atención le dije: «¿Usted me cree comisario jubilado?». Arqueó las cejas, confundido. «Claro, no lo dudé, lo dijo con contundencia…».

 

Pues, amigo mío, no lo soy, quise observar la profesionalidad del ‘algamiteño’ y por momentos introducirme en los entramados de unos tiempos pasados y actuales.

 

De la lectura de El Guzmán de Alfarache, El Lazarillo de Tormes o la Celestina, por ejemplo, me surge la teatralidad de reproducir en vivo algunos de sus personajes. No se fie de nadie e incluya a los móviles. Mire, no solo heredamos la genética, sino misteriosos duendecillos, tiranos, porque usan nuestros cuerpos para perpetuarse a través de los cupidos, y la gozan con otra carga adicional: la intelectual, tan misteriosa como cierta. Se extienden desde Algámitas a cualquier otro confín».