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George, el último anacoreta

Le pusieron el nombre como recuerdo a Solitario George, la última tortuga gigante de las Galápagos.

 

Acaso por la codicia de los sapiens, una enfermiza timidez o vocación de anacoreta, el caracol George hasta los diez años apenas salió de su casa. El día de Año Nuevo, cumplidos los catorce, murió sin descendientes.Vivía ayudando a las plantas porque descomponía la materia vegetal e ingeriría los hongos de las hojas, evitándoles enfermedades. Parecía intuir ser el último de la familia, quizá con la esperanza de guiñarle con sus retráctiles ojos a alguna novia o novio ─peculiar cuestión─ antes de morir. Han tomado muestras de su tejido con la esperanza de clonarlo. «¡George puede volver a vivir!», fue el mensaje de quienes lo cuidaron.

En 1787 el explorador George Dixon recibió un collar adornado con las conchas de estos moluscos en la isla de Oahu. Su belleza desató la ambición de los humanos y acabó con ellos, aunque abundaban a lo largo de la cordillera de Ko’olau, al norte de la isla. Constituye una tragedia presenciar la muerte del último ejemplar de una especie, testigos de una extinción, sentimiento de los investigadores de la Universidad de Hawái y de cualquier persona provista de una mínima sensibilidad.

 

Le pusieron el nombre como recuerdo a Solitario George, la última tortuga gigante de las Galápagos. Fueron animales diferentes pero vivieron vidas paralelas en un protector cautiverio. Nuestro caracol, aun hermafrodita, necesitaba un compañero para reproducirse, pero todos desaparecieron.

 

En 1997, al comprobar los biólogos un censo de solo diez caracoles, fueron llevados a un laboratorio en la Universidad de Hawái y, aunque nacieron varios, todos murieron por causas desconocidas.

En nuestras bulliciosas calles abundan los georges con su soledad a cuesta y caparazones de cartón para aislarse de un mundo hiperconectado por los medios tecnológicos. En estas noches de intenso frío y desoledad en la oscuridad, a muchos sin un techo le surgirán más preguntas y menos respuestas por el silencio culpable de una mayoría indiferente, aunque algunos presuman de elocuencia en los platós parlamentarios. Un problema asociado a la soledad lo constituye el abandono. Tal vez en esas situaciones extremas, donde el miedo y la rabia emergen, muchos hombres recurran a la necesidad de un futuro justiciero y envidien a George porque no fue abandonado sino cuidado, aunque fuese con amor científico.

La soledad es uno de los grandes problemas contemporáneos. En un bar se lee el siguiente rótulo: «Lo sentimos, no tenemos Wifi, necesitarán hablar entre ustedes». Las personas nos comunicamos  con dificultades porque la mayoría no escuchamos, desatentos o poco interesados en los mensajes de los otros. Lo decía Edward Young, poeta inglés: «La vida es el desierto en la soledad, solo la muerte nos reúne con la mayoría». Por lo cual, no entiendo demasiado el afán por encontrar en el universo mundos habitados o rastrear señales inteligentes, total, para y en el supuesto de hallarlas, terminar tecleando con los pulgares el móvil para capturar recaditos fatuos.

 

Mientras, el universo se expande con excesivas prisas y llegará el momento de no ver galaxia alguna: será el vacío y la muerte en la soledad.

 

Tal vez dicha sensación la haya experimentado doña Susana Díaz: un día rodeada de halagadores galácticos para volver a la soledad del poder perdido.

Hasta los caballos lloran en la Odisea. Odiseo gime a la orilla del mar porque Calipso no le deja irse por los futuros peligros. La diosa le ofrece la inmortalidad: «Quédate, aunque llores por tu esposa y sufras la soledad todos los días». Y Odiseo elige la pesada vejez y la muerte, como Georges.