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Glamour en las alturas 

A doña María Jesús la veo cualquier día de presidenta de la Junta traída del brazo de don Pedro.

Acaso por los ajetreos inherentes al poder, la obnubilación se apodera de algunos hombres y mujeres públicos, tal vez rebeldes con sus asesores de imágenes o, acaso, los bien pagados consejeros también sucumban al contagio. Doña María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta y portavoz del gobierno del señor Zapatero, lucía con una constancia llamativa vestidos diferentes. Llamaba a mi mujer: «¡Mira, otro nuevo! O tiene unos armarios kilométricos o las casas comerciales tienen un convenio y usan el escenario de la portavocía como propaganda…». Dábamos por supuesto la tenencia de una economía sobrada para llenar sus roperos.

En los tiempos actuales ha tomado el relevo la flamante ministra de Hacienda, doña María Jesús Montero. Sus variantes modelitos llaman la atención del observador más despistado. A veces, me pongo en el lugar de esas criaturas en las colas de los comedores sociales, no solo por las enormes diferencias económicas, sino en el refriego de la ostentación por los portadores de ideologías donde las igualdad constituye el núcleo ideológico y sustentador. Porque ni siquiera por guardar las apariencias los frenan en sus signos externos: desde casas suntuosas hasta vehículos de precios mareantes.

Fui invitado a una conferencia al antiguo seminario diocesano sevillano, Palacio de San Telmo. El patio interior estaba repleto de coches entre los cuales llamaba la atención un Renault-21, negro, impoluto, modelo  de reciente salida al mercado y con ¡aire acondicionado! «¿Quién sería el dueño?». Pronto disiparon mi duda: es del arzobispo Amigo Vallejo.

Estuve amansando los corceles de mis rebeldías pero fue inútil, lo sabía. Al terminar la charla me dirigí al dueño: «¿Ha observado cómo llama la atención su coche cuando debía pasar desapercibido por motivos obvios?». El hoy purpurado, habituado a las lisonjas como sus compañeros de mitra, quedó perplejo, como si me hubiese entendido mal. Reaccionó con semblante cambiado: «Debe usted saber la verdad: me lo regaló Renault y se lo agradecí por mis habituales viajes». Creyó suficiente la explicación pero le repliqué: «No todo regalo por el hecho de serlo debe ser aceptado. En su caso, mientras no fuese posible ni razonable poner un cartelito especificando la lujosa donación, no debió admitirlo. Imagínese a Jesús entrando en Jerusalén montando un caballo de pura raza y enjaezado con una lujosa silla… Dígame si alguien creería en su proyecto de humildades y sencilleces…». La cosa se ponía calentita y su secretario, oído avizor, lo apremió para volver al Palacio arzobispal…

Dado mi carácter, al abordar directamente algunas cuestiones donde las formas esconden fondos opacos, poco tiempo duré como militante en un sindicato. Después de rifirrafes quedó claro la necesidad de formar personas, digamos, dóciles para la buena marcha de la organización. Les dije: «Si en lugar de cacarear esencias asamblearias y participativas se hubiese ensalzado la obediencia a los amados líderes, pues o lo aceptas o te vas. Queden los disfraces para Venecia y su glamour. Me voy ».

Supongo la satisfacción al verse doña María Teresa como presidenta del Consejo de Estado, ataviada con las parafernalias de rigor, más el mareante sueldo para adquirir las últimas modas y salir cuántas veces se tercien en la revista Vogue.  Sin duda, algo mágico debe tener la institución porque la presidenta cumple años hacia atrás.

A doña María Jesús la veo cualquier día de presidenta de la Junta traída del brazo de don Pedro, ambos risueños al contemplar cómo se pasan la vida las derechas entre peloteras y lanzamiento de algún pedrusco para, con esperanza y buena suerte, volver a empezar, como en la película.