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¡Hogar, dulce hogar!

Mientras tanto, cumplamos a rajatabla esa consigna que colgaba de un cartel de muchas casas: “hogar, dulce hogar” .

 

Décimo día de cautividad en mi casa por la cuarentena impuesta por el Gobierno. Esto va para largo. Yo creo que, al menos, hasta finales de abril, así que habrá que armarse de paciencia para soportar el confinamiento hogareño. Por lo pronto, en contra de lo que pueda parecer, yo estoy adelgazando al imponerme una dieta hipocalórica y una hora ininterrumpida de ejercicios diarios. Así que paso a contarles como transcurren estas interminables jornadas de reclusión por si les sirven de ejemplo antes de que pierdan la paciencia y la olla deambulando por el piso.

 

Me suelo levantar a eso de las ocho de la mañana, me lavo las manos y, en pijama, me dirijo a la cocina para desayunar. Afortunadamente tengo la suerte de que el panadero me deja todos los días el pan colgado en la puerta a las 7 y media. Tranquilamente me pongo la insulina, caliento la leche en el microondas y me hago media tostada con mantequilla y mermelada de naranja light. Mi mujer tiene puesta la radio con Carlos Herrera y escuchamos las primeras novedades del día. Media hora de desayuno y directo a la ducha. Me asomo a la ventana y observo la avenida vacía. Pasa al gún coche y algún paseante de perros. Una furgoneta de reparto se para en la puerta y el repartidor, que con guantes, mascarilla y mono de plástico parece salido de una pelícla de ciencia ficción, sale con una caja, llama por teléfono y espera que baje el destinatario. La normalidad, la soledad y el vacío vuelven a mi calle otrora ocupada por decenas de niños que iban a cole de la mano de sus padres.

 

Me visto y agarro el móvil que ha estado toda la noche cargándose en la sala de estar. Veo la temperatura y las previsiones meteorológicas (ya sé que no voy a salir y  me da igual que llueva o haga calor, pero es una costumbre), observo el estado de mis inversiones y me entran ganas de llorar, le echo un vistazo a Facebook, al ABC digital y abro el whatsapp donde me esperan medio centenar de mensajes de los diversos grupos a los que pertenezco. Colegas de profesión, tertulianos de Ágora Hispalensis, amigos del grupo de golf, familiares y conocidos que repiten hasta la saciedad memes y comunicados que giran en torno a la crisis del coronavirus y a la penosa actuación del Gobierno de Sánchez. Todos los días igual, aunque es verdad que algunos vídeos te alegran la mañana dada la guasa del personal al afrontar esta tragedia que vivimos. Ya son más de las diez de la mañana. Voy al cuarto de baño y me vuelvo a lavar la manos.

 

Toca sacar la basura. Lo que hace diez días era un coñazo diario se ha convertido en una verdadera odisea. Hay que colocarse los guantes con cuidado de que no se rompan. Agarro la bolsa de basura y, sin tocar demasiado puertas e interruptores, bajo la escaleras (vivo en un cuarto piso) y deposito la basura en el contenedor teniendo bastante cuidado de separarme al introducir la bolsa. Menos mal que hoy no toca ir a la farmacia o al supermercado porque ello sí que supone todo un reto y eso que mi hijo, consciente de que soy una persona de riesgo, me trae a casa (a la puerta, claro) los pedidos de frutas, verduras, carne y pescado más apremiantes. La última vez que me acerqué al super iba cagado de miedo. Con bolsa propia y con los guantes, pero sin mascarilla porque no hay donde conseguir una hasta que a Sánchez no le dé por comprar varios millones, entra uno en el establecimiento que suele estar practicamente vacío. Como te lo conoces, vas directo a la leche, al café, a las cervezas, a los frutos secos, a las galletas, a los productos de limpieza y, cargado como una mula, te plantas ante la caja donde el empleado, al que le pagan mal y poco y está harto de soportar clientes desagradables, te da la cuenta y te pide que pagues con la tarjeta. Vuelves a casa, dejas la compra, te quitas los guantes y vuelves a lavarte la manos.

 

Tras la breve y frugal comida, un caldito y una carne o pescado a la plancha, un guiso o una lentejas, te dispones a sufrir el telediario donde los llamados “técnicos” del Gabinete de Crisis, te vuelven a amargar el día con sus datos contradictorios, sus mascarillas que nunca llegan, sus test que nunca hacen y sus cifras de contaminados, ingresados y muertos. El del jersey viejo, el doctor Simón, que parece que viene de sacar al perro, trata de justificarlo todo y, con esa carita de pena y de “a mí que me registren que yo no tego idea de cómo parar ésto” desgrana datos y repite por enésima vez que estamos llegando a la cumbre de la curva. Ja. ¿A quién quiere engañar si ya no se lo cree ni él después de decir que el coronavirus no nos iba a afectar?.

 

Relajante siesta en el sofá y, a eso de las seis, comienza mi habitual entrenamiento. Veinte o treinta vueltas al piso, flexiones de brazos y algún abdominal. Una horita de ejercicio y tres kilómetros de pasos rápidos. Comienzo a tener agujetas. A las ocho, salida a la ventana para aplaudir a los sanitarios, a las fuerzas de seguridad y a todos aquellos que se sacrifican por nosotros. Descanso y, a la nueve, cacerolada contra el Gobierno mientras Sánchez sale en la tele en su diario “Aló presidente” para decirnos que somos muy buenos, que baja el consumo de queroseno, que sube el de internet y que “lo peor está por llegar”. Me vuelvo a lavar la manos y me preparo un minibocadillo de cena. Ha pasado el día. Intento ver una buena película en la tele y, a eso de las doce o doce y media, me acuesto a leer.

 

Como, ven una jornada similar a la que disfrutan los presos del “proces” que, todavía y por poco tiempo siguen en las carceles catalanas. Sé positivamente que repetir esta monotonía durante cuarenta días como mínimo, puede ser estresante, pero hay muchos españoles que lo tienen peor, los enfermos, los mayores en las residencias, los médicos, las enfermeras, los boticarios, los repartidores de comida, los empleados de los supermercados, los transportistas, los paxistas, miles y miles de conciudadanos que están expuestos al contagio muchas horas al día. Unas inmensas gracias a todos ellos que deberán de ser recompensados de alguna forma cuando pase la crisis. Mientras tanto, cumplamos a rajatabla esa consigna que colgaba de un cartel de muchas casas y que decía eso tan bonito de “hogar, dulce hogar”