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Humor y leyes

Nos encontramos muy lejos de simplificar los asuntos,  impedimentos de la felicidad y de un humor veraz, crítico con lo épico.  

 

Lo lúdico surge en su manifestación más gráfica: la sonrisa y, aunque resulta difícil definir el buen humor, un experto como Jardiel Poncela dijo: «Intentarlo es pretender pinchar una mariposa con un poste de telégrafo». Tal vez por ello, no termine de entender las permanentes sonrisas impartidas por los personajes públicos, más por los políticos.

Practicar el bueno constituye un regalo para los demás. Debe nacer de la alegría para ver el lado positivo de la vida. El arte de los buenos humoristas no recurre a lo grande, sino a lo pequeño con la aplicación artística de las formas. Es curioso, pero los humoristas nunca bromean con el humor, tratado con la mayor seriedad hasta en su vida privada.

Poseer sentido del humor supone relativizar las vivencias y, aunque los rientes por cualquier motivo pertenezcan al gremio de los estólidos, no reírse de nada es de estúpidos: de ahí la mesura de tan complicada actividad. El humorismo es un chaleco salvavidas para sobrevivir a los hundimientos. Hasta para convencer de las cosas más serias resulta necesario trazar pinceladas de humor. Su esencia está provista de arte y sensibilidad dirigida hacia la existencia. No resulta mala actitud prevenirnos de aquellos insensibles a la ironía.

Quizá el humor resulte de presentar lo ridículo seriamente  para lograr un contraste  inesperado, como ocurre con el chiste, cuento breve de aguda visión de un hecho, más allá del sentido común. Son muchas situaciones las vertidas en el Quijote, o el incluido en los periódicos por humoristas inteligentes, dominadores del dibujo y la caricatura.

Existe un humor característico de cada país. Son muy diferentes el inglés con el nuestro, aunque hay uno asequible a la mayoría. En el periódico El Mundo venía el chiste más gracioso, investigado por un equipo de psicólogos británicos: «Dos cazadores se encuentran en el bosque y de repente uno cae desplomado con los ojos en blanco y sin respiración. El otro llama con su teléfono móvil a los servicios de emergencia: «Oigan, mi amigo ha muerto». La telefonista, muy tranquila le dice: «Tranquilícese. Estoy para ayudarle, pero es necesario comprobar si está realmente muerto». Se hace un silencio y al cabo de un rato se oye un disparo. El cazador vuelve a ponerse al teléfono: «Bueno, eso ya está resuelto, ¿alguna cosa más?».

La fábula de Khalil Gibran posee rasgos humorísticos acorde con nuestra realidad nacional. «Un rey deseaba dar leyes a sus súbditos. Llamó a mil hombres sabios de mil tribus diferentes para elaborarlas. Cuando estaban escritas fueron presentadas al monarca. Las leyó y lloró amargamente pues ignoraba las mil formas diferentes de crímenes. Luego llamó a su escriba. Con placidez en su rostro comenzó a dictarle unas leyes. Las nuevas sólo eran siete. Pero los mil hombres sabios salieron enfadados camino de sus tribus con sus leyes. Por tanto, en ese país, los habitantes tienen mil leyes. Es un gran país, pero tiene mil cárceles llenas de hombres y mujeres por infringir mil leyes. Sus habitantes son descendientes de mil legisladores y de un solo rey sensato».

Los españoles, gustosos por ser diferentes ─amantes de las tragicomedias humorísticas─ pertenecemos a una de las naciones con mayor número de leyes y, lógicamente, menos usadas por pereza, cansancio y complejidad. ¡Menudo el tinglado legislativo orquestado alrededor y en los bajos de los EREs! Muchas leyes, agazapadas en códigos arcaicos, esperan ser descubiertas por sabuesos juristas para desconcertar a los confiados. Nos encontramos muy lejos de simplificar los asuntos,  impedimentos de la felicidad y de un humor veraz, crítico con lo épico.