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Imágenes y besos

En Madrid el coronavirus ha frenado la devoción al Cristo de Medinaceli por la prohibición de besarle los pies.

 

El Concilio de Trento fue largo, hasta intervinieron tres papas. Su influencia fue decisiva porque intentó no solo frenar la Reforma protestante sino organizar y puntualizar aspectos esenciales ―según la opinión de los expertos―, aunque el pueblo, preocupado por apremios terrenales, pasaría de teologías complicadas. Ocurrió lo mismo con el Vaticano II, aunque devaluado progresivamente por los clérigos conservadores, convencidos de una deriva peligrosa pero, al tiempo, colocando al Espíritu en una posición incómoda.

A los protestantes no les gustaba el culto a las imágenes, quizá por innecesario, dado su mayor nivel cultural, centrando los afanes en la persona de Jesucristo.  En cambio, los cristianos―llamados desde Trento  católicos―, basaron su catequesis en las pinturas y esculturas porque una mayoría era analfabeta. Tal vez por ello, el protestantismo ha dado grandes teólogos, lectores contumaces de la Biblia, mientras estaba prohibida leerla en el mundo católico, acaso más cómodo con la fe de los carboneros, desafortunada expresión atribuida a un gremio como cualquier otro, intelectualmente considerados.

En una gran parte de la sociedad actual la interiorización de la palabra sigue devaluada por la proliferación de la imagen, igual le pasa a la gente sencilla con las imágenes religiosas, más en época cuaresmal por una eclosión de sentimientos a son de calendario, donde la identidad con ‘su’ Cristo o ‘su’  Virgen, potenciada por una genética heredada y los dictados del costumbrismo, se manifiesta incontenible, aunque, claro, actitudes merecedora de respeto.

Gran parte de la vida resulta la búsqueda de una identidad colectiva para sentirnos seguros;  y la Iglesia Católica, noqueada por Lutero necesitó encontrar rasgos identitarios con urgencia, pero a mi modo de ver surgió una disyuntiva: diferenciar el vocablo venerar hacia los santos con el adorar solo a Dios.  Ni siquiera el diccionario de la RAE aclara los términos.

Era muy joven cuando el prioste de una hermandad me invitó a observar de cerca  la imagen de un crucificado y de paso ayudarle a limpiarle los pies. La policromía otra vez había desaparecido y la madera lucía una rara pátina entre negruzca y rojiza: lógico por la suciedad de la manos y el carmín de los labios. El jabón verde, un paño, paciencia y tiempo lograron dejar la madera en estado virginal, pero no animo a observar la mugre del paño y, adivino  la concentración de una gran fauna bacteriana con algún virus camuflado.

Aquel episodio me confirmó el riesgo de los besamanos, besapiés y otros besuqueos colectivos. Si las imágenes fuesen consideradas como un medio ―excesivamente concretas para muchos―, coartando el contexto abstracto de lo relacionado con lo divino y  Dios quedase en un concepto tardío en la historia de la Humanidad, misterio inabordable, absurdamente antropomorfo, colocaríamos más de un asunto en un pedestal razonable.

Si en Madrid el coronavirus ha frenado la devoción al Cristo de Medinaceli por la prohibición de besarle los pies, resultaría una absurda actitud. Si mis padres tuviesen una enfermedad contagiosa procuraría evitar el contacto pero aumentaría las visitas para atenderlos.

Porque, a fin de cuentas, la tendencia idolátrica eclosiona con frecuencia, quizá por el legado mágico de esta especie de primates recién llegados a este planeta ―monos distinguidos― , como dice el admirado paleontólogo don José Luis Arsuaga.

Como no hay mal sin ningún bien adicional, la pareja de lacayos presentes en muchas hermandades, pañuelo en mano para limpiar los opúsculos, este año podrán descansar gracias a esos enemigos invisibles, tal vez emisarios para rebajar vanidades y apariencias.