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Instituciones inasibles

Hoy quedó investido un nuevo presidente de Andalucía. Condenó la perpetuidad de los cargos, marcando una frontera de ocho años.

 

Agradan los encuentros inesperados, más cuando después de largo tiempo encuentras a un dilecto amigo. Anudamos fuertes lazos afectivos iniciados en la infancia y prolongados después al vivir en la misma planta de una vieja casa.  Al ser algo mayor, seguí sus brillantes estudios y las muchas vicisitudes económicas de sus padres —su madre vendió sus contadas joyas para pagar el colegio—.

Después ingresó en la Universidad y se licenció en Derecho tras largos años de estudios sobre una minúscula mesa alumbrada por un flexo en una oscura y húmeda habitación de un piso interior… Eran otros tiempos. Hoy goza de prestigio en la sociedad sevillana.

Durante el encuentro mantuvimos una distopía, saliendo a relucir las instituciones. Le di mi opinión: «Tengo la certeza de ser islas habitadas por una mayoría de prebostes,  girando sobre sí mismos, solo predispuestos a escuchar alabanzas, temerosos de las críticas». Mira, me dijo: «Aunque algunos pretendan atarlo todo como cesta entrelazada de juncos, el imprevisto irrumpe. Tengo amistad con un político destacado. Hace unos meses le anticipé la derrota de su partido en las próximas elecciones. No se lo creyó, le sentó mal. Estaba ─y posiblemente siga─ cegado por sus halagadores».

 

Coincidimos en la envidia hacia los triunfadores sin valorar sus esfuerzos, la falta de educación crítica, el aborregamiento, el cainismo, el desprecio a los interesados por la cultura, la ausencia de un sentido colectivo del humor…

 

En lugar de agradecer la realidad llegada del exterior donde la gente bulle para prevenir el rápido devenir de los cambios sociales, las instituciones dan por un hecho incuestionable la perfección de sus normas. Lo chocante se amplifica cuando algunos miembros se hacen institución, incluso olvidando la llegada, tarden más o menos, de otros con escobas en mano para barrerlos sin compasión…, amortizados. Hablamos del transcurrir del tiempo, borrador de los contornos del pasado, sobre todo de lo peor porque lo supuestamente mejor queda magnificado. Seguimos hasta las inmediaciones de la Cámara de Comercio e insistimos en la incertidumbre.

Proseguimos en una dual ordalía. Coincidimos en la envidia hacia los triunfadores sin valorar sus esfuerzos, la falta de educación crítica, el aborregamiento, el cainismo, el desprecio a los interesados por la cultura, la ausencia de un sentido colectivo del humor…  «Antes ─me decía─ había calidez en el pueblo, hoy abunda la plebe».

De pronto, una negra cámara televisiva de gran tamaño nos cortó el paso y un micrófono nos retó. Les rogué anticipasen la pregunta. «Vuestra opinión sobre el paro». Les dije: «Precisamente ayer, un muchacho, amigo y quiosquero, padre de dos hijas, medio lloroso de indignación porque apenas puede vivir acribillado por los impuestos, acosado por la crisis de la prensa escrita, decidió abrir una freiduría en un pequeño local y, después de esperar tres meses para que Emasesa le instalase el agua, al día siguiente llegaron para cortársela al no haber abonado un impuesto debido a un fallo bancario. Así —me decía— entre unos y otros aburren a los emprendedores…». Continué con los televisivos: «La gente no valora los grandes resultados económicos sino sus problemas, entre ellos la ausencia de trabajo. Pocas empresas invierten, aburridas por las trabas, impuestos, una elevada fiscalidad… mientras observan el trincamiento de los políticos y su inflación».

Una congoja recalentada por un sol implacable me acompañó camino de casa. Aquí y allá adolescentes creciditas competían por llevar el pantaloncito más corto, esclavas de la moda. Despreciaban, quizá sin saberlo, uno de los mayores atractivos de la  mujer: el vestido.

Hoy quedó investido un nuevo presidente de Andalucía. Condenó la perpetuidad de los cargos, marcando una frontera de ocho años, dada la precedente situación. Parece poseer una filosofía dual: el deber de actuar con la responsabilidad de los actos. Tal vez opte a un cursillo acelerado de equilibrista circense y sin red. Desde la altura del trapecio espero no parangone a Voltaire cuando condenó al terremoto de Lisboa en nombre de la razón.