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La Carmen que declinó ser primera dama de España

Romero no perdió nunca una cualidad inestimable: la precisión en el trabajo.

Carmen pasaba inadvertida por su esmerada solvencia en la elección de los planos en los que ella quería debutar. No habría problema en recordarla vestida de medio luto, cosa que no hizo jamás, pero su alto concepto de la sobriedad le daba tonos grises a sus perfiles. No fue Mariana de Pineda, ni mucho menos. No bordó, no cosió y, sobre todo, no fue visibilizada, entre otras excusas, para la historia oficial porque ha sido considerada la esposa de su marido. Además, sus movimientos eran tan austeros, como clandestinas sus muestras de sonoridad, y su mundo interior estaba tan acaudalado, que cualquier ventana que abriera era una provocación para cualquier ladrón.
Vivíamos en la misma calle, en los mismos bloques, frente al mismo Estadio de futbol, e íbamos al mismo colegio de monjas, de monjas de hábitos de la burguesía catalana, cuya educación era tan exquisita, como costosa, inolvidable y tradicional. Ella era bastante mayor que yo, lo que no fue óbice para pasar demasiado tiempo en su casa por razones escolares y de amistad. Era el hogar de una familia extremadamente honrada, sin más características que la de la ociosa normalidad de una época que te obligaba a despertarte tempranamente en la cosa del compromiso.

Carmen no llevaba en el ADN la política, pero adquirió la conciencia por la vía intelectual devorando cultura, lectora y musical, y no mimetizada por parentesco alguno.

Llegó a la Universidad cuando le tocó biológicamente, eran los tiempos de la dictadura franquista, y los prólogos parisinos del mayo del 68, de Daniel Cohn-Bendit, Alain Krivine, Jean-Paul Sartre, Alain Touraine. El circulo que la eligió, y en el que ella se detuvo amorosa y políticamente, estaba compuesto por la mayoría de los dirigentes sevillanos de entonces, algunos de los cuales terminaron siendo alcalde de Sevilla, presidente de Andalucía, y presidente de España.
Carmen no llevaba en el ADN la política, pero adquirió la conciencia por la vía intelectual devorando cultura, lectora y musical, y no mimetizada por parentesco alguno, eso sí, con la gula de quien se refugia en esa y no en otra brigada, y también de quien come y duerme caliente todos los días (legítimamente). Además, ella tenía la madurez de gestionar impecablemente sus cuerdas vocales, para que se le oyera exclusivamente cuando era necesario, y fue lo justo por escaso.
Recuerdo cuando, a principios de la eternidad, Carmen notificó oficiosamente en su casa, sin apenas volumen, que su compañero era Felipe (confieso que el novio en cuestión y ella misma, aborrecían dicha catalogación de pareja) Aparentemente ninguna viga se movió, y los cimientos permanecieron intactos, como siempre, pero su padre – don Vicente – un militar ejemplar volcado en su hijo, y en otros como su hijo, tenía un marcador que lo delataba, su bigote; que aquellos días lo convirtió en un ser extremadamente enjuto.

Recuerdo cuando, a principios de la eternidad, Carmen notificó oficiosamente en su casa, sin apenas volumen, que su compañero era Felipe (confieso que el novio en cuestión y ella misma, aborrecían dicha catalogación de pareja)

Aquel efecto sacudida fue pasajero y leve, porque la persona para emparejarse era tan increíblemente seductora (en aquellos tiempos), que hubo una rendición emocional generalizada, atrapados por el verbo y toda la gramática concebible. Yo misma , algo infantada y ubicada en un tercer nivel, me convertí en su alumna de Catón y él, que me sabía adolescente algo revoltosa, me adoptó en la cosa política para enseñarme la dialéctica sin dogma de Robert Havemann, y lo siguiente.
Entre tantas futuras glorias en la Avenida de Málaga, aledaños de la Facultad de Derecho de esta cuna sevillana, Carmen nunca fue segundona sino todo lo contrario. No le interesaba el brillo, ni los brillos, era como la reina de las hormigas productivas, inteligente, audaz, sigilosa y discretamente encantadora, tanto que una sonrisa suya era tan cotizada que ella, que no amaba la Bolsa, la ponía en valor de vez en cuando y de cuando en vez, para advertir que existía.
Era un afluente de Eduardo Galeano, y se acercaba a aquello que decía el maestro:“La justicia es como las serpientes, que solo muerde a los descalzos”. Lo suyo era eso, más la justicia estrictamente social, sin demasiado despliegue de abanicos de colores, que llevaba parejo mucho viento y pocos molinos. Así se fue sumergiendo en el sindicalismo, sin colas de ratones ni cabezas de leones allí, en principio. Esa fue la escuela donde aprendió – y enseñó – el paradigma de las confluencias, de las de entonces. Con y entre los intelectuales.

No fue, aparentemente, una diputada de excelencia según los manuales del parlamentarismo, pero no perdió nunca una cualidad inestimable: la precisión en el trabajo.

Luego vino el tiempo de los trampolines y las canteras, y saltó a la política institucional. No fue, aparentemente, una diputada de excelencia según los manuales del parlamentarismo, pero no perdió nunca una cualidad inestimable: la precisión en el trabajo. Compartimos en el Congreso de los diputados la VI Legislatura (1996-2000), yo tres bancadas más atrás, y no la recuerdo en el estrado – cosa que me sorprendía dada su solvencia- aunque, hay que reconocer, que la oratoria efectivamente era su talón de Aquiles. Pero no era ese el motivo, y entre muchas de las respuestas al no uso de la palabra desde cima, había una que aunque despreciable, era la verídica: la penalización por ser cónyuge y ex cónyuge.
La enfermedad, esa que mata por dentro y por fuera, se detuvo en ella sin la compasión de quien pierde, a la vez, la salud y un trozo de su vida. Ese pedazo del que no te desprendes sino que se desprende, con ese desapego masculino que a veces resquebraja las emociones, aunque, como dejara escrito Concepción Arenal “el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro”.

 

Desde el minuto cero de una relación tan oficialmente larga como inevitablemente fastuosa, Carmen renuncio – ostensible pero cortésmente- a ser el descanso del guerrero.

Lo inesperado, por la autoría, fue la estética del formato del adiós. No hay juicio que emitir más allá de constatar que cada uno es dueño de sus palabras y esclavo de sus silencios. El desamor – ella lo expresó así- tenía los colores sepia de la prehistoria del prólogo y lo cuantifico en casi dos décadas antes de publicitar el hasta luego.
Ella como Frida Kahlo, también debió pensar que “donde no puedas amar, no te demores».
Desde el minuto cero de una relación tan oficialmente larga como inevitablemente fastuosa, Carmen renuncio – ostensible pero cortésmente- a ser el descanso del guerrero, y puso una pica en Flandes en cuanto a la autonomía de las mujeres. Lo hizo desde antes de casarse, a su manera; durante la boda en aquel pueblecito sevillano, a su manera; hasta llegar a la Moncloa como esposa, a su manera, y ni el Estado, ni el protocolo, ni su marido, ni la sociedad la doblegaron. Hubieran querido una Carmen de España o de Merimé, pero ella renunció a cumplir el guión y declinando, eso sí, a su manera, ser la primera dama de este país.

 

*Kechu Aramburu es Profesora. Ex eurodiputada, diputada y parlamentaria andaluza con IU. Actualmente es independiente.