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La complicada tarea de reflexionar

Consulté las características del coche, prohibitivo para las economías de muchísimos asalariados y abarrotado de caballos ─casi cuatrocientos─ fogosos corceles de acero.

 

La vida es un buen pretexto para pensar en ella, más ante luctuosos sucesos. Somos torpes, individual y colectivamente hasta para equivocarnos insistentemente, cayendo, por ejemplo, en absurdos reclamos publicitarios. Pero la sociedad necesita a los divos para paliar en ellos sus frustraciones, viéndolos héroes, pero olvidando la grandeza de ser simplemente un hombre.

El sentido común en España tiene afanes migratorios y ahora más, donde lo emotivo predomina. Este absurdo deambular queda plasmado en el gran número de automóviles clasificados como de alta gama, tanto por su precio como, claro está, por sus enormes potencias, aceleraciones y velocidades, solo aptas para circuitos cerrados porque sobrepasan con creces las limitaciones legales.  Digo esto por el reciente fallecimiento de un futbolista afincado  ─según los entendidos─ en el terreno mítico. La causa, parece ser, un exceso de velocidad, dadas las conjeturas iniciales. Consulté las características del coche, prohibitivo para las economías de muchísimos asalariados y abarrotado de caballos ─casi cuatrocientos─ fogosos corceles de acero siempre deseando un desfogue, razón de su existir. Vivimos una época repleta de cosas contradictorias para una persona con deseos de reflexionar: tarea en absoluto  fácil, al menos para mí.

En general, la psicología de los gladiadores balompédicos y géneros afines, casados o acompañados de bellas mujeres, complementan sus jactancias con, claro, deportivos coches, imposibles para circular por las carreteras, bacheadas una parte. Lo decía: esos caballos protestan por negarles todo el alimento para demostrar la pura raza de sus genes y, de vez en cuando engatusan a sus dueños, acabando todos viendo las estrellas del universo, incluido en alguna ocasión un ciudadanito, recién limpito su cochecito pagado a plazos, habiendo salido tempranito para ir despacito a su despachito. ¡Desgraciado moderado, héroe de España!

Entre las estrechas calles del barrio donde se ubica el colegio donde ejercí, todas con un ‘ceda el paso’ circulaba con mi ‘127’ y, como tampoco me fiaba de la repentina salida de algún niño, me armaba de paciencia. Un mediodía, otro mito del balompié, padre de alumnos, me increpó con bocinazos para aumentar la velocidad, a pesar de mis gestos hacia las señales. En uno de los cruces se bajó furioso, figura basilística, muy herido en su impetuoso orgullo y con ánimo de agredirme. Tal vez me reconociese como profesor o infeliz presa porque de pronto cambió de actitud.

Al señor Maradona ─quise decir ‘dios’, faltan epítetos para definirlo─ cuando jugaba en un equipo sevillano lo pararon en una avenida sevillana por circular a toda velocidad. Larga sería la enumeración de sanciones a los dioses fabricados por mor de la frivolidad ciudadana.

Una tarde salvé la vida de mi familia y la mía gracias a un instintivo volantazo cuando por una carretera conducente a la finca  de su exsuegra un famoso torero salió a gran velocidad de una curva con un coche todoterreno, invadiendo la mediana. Eran tiempos turbulentos, según rumores, por las desavenencias con su exmujer y, quizá, el aguerrido joven desparramó su adrenalina por los inocentes betunes a falta de un buen astado.

Desconozco las razones por las cuales las ITV, tan rigurosas en aspectos menos importantes, no precintan los artilugios correspondientes para limitar las velocidades. Un vehículo constituye al mismo tiempo un arma poderosa capaz de matar a muchos, razón sobrada para extremar su uso. Si, alegremente se le proporciona al hombre la tentación de apretar suavemente un pedal y ponerse en segundos a velocidades enormes las consecuencias pueden resultar trágicas. La guinda la ponen las drogas, en aumento y variedad, por conductores con afanes suicidas y, lo peor, homicidas. Algunos accidentes de los llamados imprevistos no suelen existir.