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La corrupción como atajo político

Marcial Vazquez
Marcial Vázquez

Esta semana han estrenado “El hombre de las mil caras”. Una película basada en una historia real que sucedió no hace mucho tiempo en nuestro país, más concretamente en 1995. Mientras hacía cola para entrar a la sala me llamaron la atención varios grupos de chicos jóvenes que también iban a verla y comentaban entre ellos que era una “peli española de espías”. Posiblemente desconocían realmente que no era una “de espías” sino algo que pasó en su país. Quizás les sonase algo el nombre de Roldán y a duras penas sabrían quién fue Belloch.
La cuestión es que volviendo la vista hacia aquellos años de corrupción sistémica que afectaba al socialismo agonizante en el gobierno, cuesta creer que hayan pasado 20 años efectivos y que, desgraciadamente, sigamos teniendo la misma impresión de vivir en una democracia corrupta donde cambian los nombres y algunas tramas pero se repiten los personajes. Causa hasta ternura recordar aquellos años de los 90 cuando Aznar y el PP se presentaban como luchadores implacables contra la corrupción y aseguraban sin pestañear que el PP era “incompatible” con la corrupción. Un discurso justiciero que, como vemos, no es original ahora de nuevos partidos y nuevos líderes que se abrazan a la pureza política y moral como el secreto no descubierto para el funcionamiento eficiente de una democracia.

Es llamativo el caso de Roldán no solamente por lo escandaloso que fue sino por el proceso que llevó a un personaje, que incluso falsificó su curriculum, a ser el director general de la Guardia Civil con aspiraciones muy razonables de terminar ocupando el Ministerio del Interior. 

Un razonamiento amparado y apoyado por millones de españoles, aunque no me atrevería a decir que por la mayoría, pues ya hemos visto- y estamos viendo- como la corrupción erosiona hasta un umbral determinado el apoyo electoral a los partidos, sobre todo al Partido Popular.

Es llamativo el caso de Roldán no solamente por lo escandaloso que fue sino por el proceso que llevó a un personaje, que incluso falsificó su curriculum, a ser el director general de la Guardia Civil con aspiraciones muy razonables de terminar ocupando el Ministerio del Interior. Incluso Felipe González confesó que la fuga de Roldán fue un golpe muy duro para él y gran parte del socialismo que veían en el director general de la Benemérita un hombre entrañable, ejemplar y totalmente íntegro. Muchos altos mandos de la Guardia Civil han llegado a reconocer en privado que fue el mejor director general que ha tenido el cuerpo desde la llegada de la democracia. Unas valoraciones y una carrera que chocan, frontalmente, con lo que posteriormente hizo mientras estaba en el cargo y que ha pasado a la posteridad como una de las mayores vergüenzas de nuestra historia. Algo que nos demuestra de manera explícita la dificultad de detectar a un corrupto dentro de la política y el riesgo que asumen los grandes líderes cuando deben nombrar y escoger a gente de su alrededor. No existe una fórmula legal ni preventiva que pueda evitar al 100% que personas deshonestas hagan carrera en el marco público.
Otra cosa muy distinta son las consecuencias que se derivan del uso partidista y político de las cuestiones judiciales y los casos de presunta corrupción. Una práctica que los españoles utilizamos de manera cainita sin entender que estos usos no resuelven los problemas políticos y, en el fondo, debilitan al sistema democrático.

Muchos altos mandos de la Guardia Civil han llegado a reconocer en privado que fue el mejor director general que ha tenido el cuerpo desde la llegada de la democracia. Unas valoraciones y una carrera que chocan, frontalmente, con lo que posteriormente hizo mientras estaba en el cargo.

 

Comprendo que leído así puede parecerle a muchos de ustedes una idea conflictiva y provocadora, pues defiendo una lucha política sin el uso de la corrupción. ¿Quiero decir con esto que los corruptos pueden seguir dentro de la vida política? En absoluto; pero estoy convencido que cuanto más se judicializa la vida política más se debilita al estado de derecho y al estado democrático. Al de derecho porque se pone en cuestión el imperio de la ley como mecanismo objetivo e imparcial que actúa de manera justa ante todos los españoles; y al democrático porque lejos de competir con instrumentos puramente políticos y basados en proyectos de gobierno, se busca la zancadilla o el atajo judicial para debilitar al enemigo.
El ejemplo lo volvemos a encontrar en la actualidad, mirando por un lado las sospechas que el PP está sembrando sobre el juez del caso Rita Barberá; y, por otro, a todo el PSOE andaluz lamentándose de “coincidencias” e insinuando el uso de las instituciones por parte del gobierno español a raíz de las recientes acusaciones a Griñán y Chaves. Si hace años fue Cospedal la que denunció una especie de complot contra el PP por parte de la “policía de Rubalcaba”, ahora es el Partido Socialista el que se aferra a la corrupción del Partido Popular como razón primera y última para pedir, con 85 diputados, que todo el parlamento haga a Pedro Sánchez presidente “para limpiar la vida pública española”.

Buscar la vía de la pureza política y ponerse la máscara del implacable justiciero es un ejercicio peligroso de irresponsabilidad que casi nunca arroja buenos frutos a medio plazo.

Sinceramente, que el candidato socialista fuese presidente del gobierno no iba a limpiar absolutamente nada en España. Si tenemos un sistema donde da la sensación de que a los corruptos no se les castiga lo suficiente, no es cuestión de nombres, básicamente porque la gran corrupción de la derecha (Gürtel y Bárcenas) se produjo, en su mayor parte, cuando el PP estaba en la oposición durante los 7 años de Zapatero. Pero los partidos políticos están dispuestos a usar el comodín de la corrupción cuando se ven cegados en su producción política y limitados en su proyección electoral.
Buscar la vía de la pureza política y ponerse la máscara del implacable justiciero es un ejercicio peligroso de irresponsabilidad que casi nunca arroja buenos frutos a medio plazo. Ni siquiera muestra una correlación positiva el hecho de que a menos corrupción mejor sea el gobierno de un país. Bien es cierto que a partir de ciertos niveles de corrupción no podríamos hablar de “sistema democrático”.

No es el caso de España. En Italia pudimos ver como un proceso de depuración judicial de la vida pública dio lugar a la destrucción de un sistema y al nacimiento de otro. Cambiamos a Craxi por Berlusconi. Lo que determina la calidad pública de un país, la honestidad de su clase dirigente y judicial, no son ni los justicieros ni las declaraciones de pureza, sino la educación y la cultura. Claro que siempre es más fácil redactar leyes implacables y dar discursos inquisitoriales contra “la corrupción” que inculcar la honestidad y el respeto como si fuera una especie de ADN en la mentalidad global de una sociedad.

 

*Marcial Vázquez es Politólogo