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La gente corriente

Daniel Gutierrez Marin
Daniel G. Marín*

«Creo más en un periodista que en un influencer». Son palabras de Miguel Mora, CEO de Avantine, la agencia de publicidad que más crece de España. A pesar de eso, las mejores lecciones de democracia las recibí en las aulas de la facultad de Américo Vespucio y no en los periódicos ni en las agencias. En el seno de la burbuja que encierra teorías y utopías, aprender las claves de la democracia liberal resulta especialmente tortuoso. El profesor de Historia del Pensamiento Político José Antonio Parejo no tuvo reparos en hablarnos de racismo, de nacionalismo, de la Nueva Derecha y de sociobiología. También nos habló de Hayek, de Von Mises, de Raymond Aron, de la izquierda europea prosemita y del papel de la gente corriente. Esto fue lo que más me fascinó.

 

Es la gente corriente quien consigue que la brújula de los tiempos cambie, mediante pensamiento, palabra, obra u omisión. El secreto parece estar en convencer a la gente corriente de las verdades irrefutables de la vida, del «eso es así» que crea espacios cómodos para quienes han renegado de la oportunidad de leer, de pensar y de tomar decisiones. La gente corriente puede salvar o condenar, puede ofrecer la gloria o puede enviarte derecho al infierno. En este tiempo de los neopopulismos, quienes han jugado esa carta, saben de lo que hablo. Los atentados reivindicados por grupos de carácter islámico ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre esta idea. ¿Quiénes son nuestros enemigos, quiénes son los detractores de la libertad, de la democracia y de Occidente?

 

Estas afirmaciones, que en ocasiones pueden estar cargadas de razón, condensadas en los 140 caracteres de Twitter y trasladadas en bruto a la opinión pública, componen un mensaje hipodérmico que inyecta la islamofobia en las arterias de la civilización.

 

 

Desde determinados medios de comunicación y un buen puñado de periodistas y contertulios se afanan cada día en establecer un discurso peligroso: los islamistas son el nuevo enemigo de nuestros días, decididos a terminar con nuestras libertades en nombre de Alá. Nos asesinan en el corazón de la vieja Europa democrática, nos tildan de infieles y desean purgar nuestra concupiscencia a base de terrorismo. Estas afirmaciones, que en ocasiones pueden estar cargadas de razón, condensadas en los 140 caracteres de Twitter y trasladadas en bruto a la opinión pública, componen un mensaje hipodérmico que inyecta la islamofobia en las arterias de la civilización.

 

Las opiniones de estos periodistas y colaboradores calan rápidamente entre los sentimientos de la gente corriente, que con rapidez asocia la barbarie de quienes nos han matado y pretenden acorralar nuestra libertad con una confesión religiosa muy concreta. De este modo, la condena firme de este tipo de asesinatos en masa no es incompatible con la denuncia de la creciente islamofobia, generada especialmente desde esos determinados medios donde, por el hecho de profesar el Islam, se asocian una serie de valores que los convierte en un colectivo odiado.

 

Como ya ocurriera en el caso bárbaro y despreciable de la ETA, la mayoría de los etarras eran vascos pero no todos los vascos fueron etarras.

 

 

Ante esta situación, igual que en otros momentos de la historia, los intelectuales juegan un papel fundamental. Lo fácil es soliviantar a las masas desde las columnas de opinión como método de denuncia de este ataque execrable que algunos de estos hijos de Alá perpetran contra la libertad de pensamiento y promover un odio velado entre las masas. Lo difícil es separar el odio a la diferencia del terror cobarde de quienes nos asesinan por nuestras risas, por nuestra ropa o por nuestro ocio. Como ya ocurriera en el caso bárbaro y despreciable de la ETA, la mayoría de los etarras eran vascos pero no todos los vascos fueron etarras. ¿Se acuerdan de aquella sensibilización mediática y estatal que intentaba evitar el rechazo de los españoles hacia todo lo que proviniera de las Vascongadas?

 

Occidente sigue construyendo una imagen desvirtuada del orbe musulmán, el cual tiene como deber hacer su particular Ilustración para que pueda establecerse un diálogo fluido a los dos lados del Mediterráneo. Cada uno de estos sanguinarios ataques supone un paso más hacia las políticas del odio, inevitablemente, pero también nos da la oportunidad de profundizar en los verdaderos valores de la democracia liberal. Porque si no lo hacemos, es posible que un día veamos en la calle una masa de gente corriente gritando «que el moro era malo, envidioso, traidor, vengativo, depravado y sucio». Creo que ya sabemos lo que viene después de estas gruesas palabras y los periodistas habremos sido cómplices de ello si no las frenamos.

 

*Daniel Gutiérrez Marín es Licenciado en Periodismo e investigador en Ciencias Sociales

@LepetitMarin