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La histeria democrática

Marcial Vazquez
Marcial Vazquez*

Desde los tiempos de la Antigua Grecia se ha creído que la razón era el vehículo exclusivo o predominante que debía de guiar a los hombres en los asuntos de la política y la justicia. Ya fuese Platón o Aristóteles, casi todos los filósofos clásicos advirtieron del peligro de las pasiones y los placeres a la hora de mezclarlos con el gobierno de los hombres. Como es obvio, a pesar de tales advertencias, las emociones y las pasiones han formado parte- algunas veces incluso como forma única de expresión- de diversas ideologías o movimientos políticos a lo largo de los siglos.

Sin embargo, tras la II Guerra Mundial y el asentamiento de la democracia en el mundo occidental, se creía superada esa época de entreguerras donde los totalitarismos represivos impusieron su dictado y su terror a través de los sentimientos de cada sociedad. Primero, utilizaron el malestar de amplias capas sociales para inflamar el descontento contra unas élites detentoras del poder que, en su mayoría, eran incompetentes y frecuentemente ilegítimas. Después, sembraron el odio intrasocial donde el vecino, el amigo, el compañero de trabajo o el cartero, podrían ser enemigos del partido o el movimiento. Dentro de ese odio, conforme se desarrollaba, se producía un adoctrinamiento que sería posteriormente implacable en el caso de obtener el poder; y, finalmente, una vez llegado al gobierno, el principal motor de legitimidad y razón de estado era el terror contra el disidente.

De ahí que tras la caída del fascismo y del telón de acero, el sistema democrático se fundamentase en la razón, en el debate y en el diálogo como formas básicas de legitimación política y convivencia social. No se trató de esconder la lucha partidista o los enfrentamientos entre ideologías, pero sí se asumía que existían ámbitos políticos que no serían motivo de enfrentamiento egoísta; y también se entendía el derecho del vencedor a desarrollar su programa de gobierno. Luego, en ciertos sistemas multipartidistas, el Gabinete se formaba a través del pacto y del posterior consenso, que podía ser puntual o para una legislatura. Pues bien, de todo aquello queda apenas nada, y si nos fijamos exclusivamente en España, hemos pasado de ese infernal y denostado bipartidismo a una democracia histérica, de políticos y seguidores que no se soportan ni a sí mismos y ridículos debates que buscan derrumbar un sistema al que no le sustituiría, precisamente, otro algo mejor, sino todo lo contrario.

 

De ahí que tras la caída del fascismo y del telón de acero, el sistema democrático se fundamentase en la razón, en el debate y en el diálogo como formas básicas de legitimación política y convivencia social.

 

Sigo teniendo la esperanza de que el reflejo de las redes sociales sea una versión minoritaria y extrema de lo que es la sociedad completa en la vida real. Pero aun así, es evidente que todo ese ambiente tóxico, intolerante, irrespetuoso y cainita, acabará tarde o temprano extendiéndose entre más capas sociales si no se le pone remedio de manera firme y efectiva. Las nuevas generaciones que se eduquen y se socialicen políticamente en Twitter o en Facebook, sin duda trasladarán esas prácticas y esos vicios a su entorno y a sus relaciones familiares y sociales. De un tiempo a esta parte, cada vez que uno abre su perfil social y quiere interactuar, solo observa una jauría de gente rabiosa que se siente segura en su insulto al que piensa diferente y con líderes o partidos que cuentan con redes de voluntarios que les hacen el trabajo más sucio imaginable con el fin de machacar y enfangar al enemigo de turno. En las redes sociales no existe ningún foro de tolerancia o de respeto, sino una trinchera apenas sin reglas donde se extienden y se fomentan los principales vicios de la humanidad.

Quizás sería didáctico reproducir 5 o 6 tuits de usuarios defendiendo la moción de censura de Podemos y explicando lo que les parecen aquellos que no apoyan convertir la política en un circo al servicio de Pablo Iglesias.

 

con líderes o partidos que cuentan con redes de voluntarios que les hacen el trabajo más sucio imaginable con el fin de machacar y enfangar al enemigo de turno.

 

 

Si eres del PSOE y te atreves a criticar la moción del ridículo de Podemos, puedes estar preparado para leer toda clase de insultos y escupitajos verbales que se les antojen a los guardianes de las esencias democráticas que, claro está, siempre son podemitas. Si uno quiere, además, corroborar esta teoría empírica, busca perfiles de líderes socialistas relevantes como Rubalcaba, Susana Díaz, Patxi López o Elena Valenciano, y ahí encontrará la verdadera cara del estercolero actual que son las redes sociales.

Lo más llamativo es que quienes insultan, persiguen, acosan, difaman y hasta amenazan dentro del debate político, se autodenominan los más puros, demócratas y de izquierdas que uno puede hallar en la faz de la tierra. No admiten lecciones de nadie porque ellos están aquí para machacar al que piense diferente; quien quiera debatir o sentir respeto, que se vaya a un monasterio de clausura.

Precisamente uno de los argumentos más usados para este estado de histeria es la lacra de la corrupción. Ya no se trata de buscar justicia, sino de cortar cabezas. Gente que no quiere tribunales, sino guillotinas. Si te atreves a defender la presunción de inocencia o la separación de la lógica política y la lógica judicial, entonces eres un vendido a la “banda de criminales”, que habitualmente usan para referirse al PP pero en ocasiones también lo extienden al PSOE. Si la corrupción es una amenaza para la democracia, la histeria como forma habitual de hacer política y comunicarnos entre nosotros no es menor. Un sistema democrático puede sobrevivir y luchar contra corruptos hasta límites insospechados, pero aguanta mucho peor una sociedad polarizada y un marco político encharcado, a gritos y que solo busca la supervivencia de cada partido.

Querer razonar, debatir y respetar actualmente dentro de la política en España es una misión totalmente imposible. Nos retroalimentamos en un ambiente irrespirable, tóxico, que produce espejismos y alucinaciones sobre todo en aquellos que respiran más rápido de lo aconsejable. Estamos aceptando con normalidad que la histeria, el grito y el radicalismo ideológico son valores “puramente democráticos”; pero es todo lo contrario: todos esos vicios que abrazamos con suicida ceguera son la antesala del abismo político e institucional.

 

*Marcial Vázquez es Politólogo.

@marcial_enacion