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La muerte del diablo y el fin del mal ejemplo

Francisco Ayala escribió un artículo en los amenes de 1992 titulado “Muerte del diablo” que comenzaba así: “La muerte de Dios...”

 

 Francisco Ayala escribió un artículo en los amenes de 1992 titulado “Muerte del diablo” que comenzaba así: “La muerte de Dios…” El tenor siguiente nos sugería que una vez que Dios ha muerto, el diablo queda sin función y entra en agonía. Fallece y entrega su alma. ¿A quién entrega su alma el diablo? A Dios no, por supuesto. A sí mismo tampoco, porque ello equivaldría a quedarse con ella después de muerto. Desentendido Dios del mundo y fallecido el diablo ¿dónde situar la causa del mal? En la sociedad. Pero la sociedad, afirma Ayala, “no es sujeto imputable.” Y añadía: “Carece de conciencia, no oye ni entiende, no siente ni padece… acusarla es tanto como incriminar a la tempestad o a la inundación o a la sequía de los daños que pueden ocasionar.” La causa está en la misma naturaleza de las cosas. No hay ya, venía a decir Ayala, a quien pedir socorro y tampoco tenemos contra quien rebelarnos. Y, sobre todo, sin el diablo se pierde el perdón que produce el mal ejemplo. Javier Gomá Lanzón afirma: “si uno como yo es justo, ecuánime, leal, ¿por qué no lo soy yo?; si otro es solidario, humanitario o compasivo, ¿qué me impide serlo a mí también?; ¿si un tercero exhibe bonhomía y urbanidad, ¿dónde queda mi barbarie? Definitivamente, el mal ejemplo nos absuelve mientras que el bueno nos señala con el dedo acusador y nos condena.”

 

En esa muerte de Dios y del diablo que impone el pensamiento conservador, sólo constreñir el mal ejemplo puede diferenciar las opciones ideológicas que ofrezcan otras miradas a la uniformidad que intentan imponer las fuerzas retardataria.

 

Michal Oakeshott, filósofo conservador que rompió con los tories tras la radicalización neoliberal que propició Thatcher, nos relataba en su opúsculo “La política de la fe y la política del escepticismo” cómo  la retórica contemporánea del poder fluctúa entre la política de la esperanza, típicamente progresista, y la política del temor, más propia del pensamiento reaccionario. Sin embargo, un pragmatismo desideologizante ha contribuido en exceso que el frame -marco de encuadre- de la izquierda fomentara que, como en la narración de Ayala, no hayamos tenido a quien pedir socorro y tampoco contra quien rebelarnos. La indefinición ideológica de la obsesión tecnocrática también ha diluido de forma determinante el buen ejemplo acusador.En una secuencia de la película de Nanni Moretti llamada Abril, se ve al entonces primer ministro Berlusconi en un debate televisivo con el líder de la oposición Massimo d´Alema. El protagonista, viendo como transcurría el debate, le espeta a d´Alema a través del televisor: «Dile algo de izquierda». Porque lo que ocurre es que estamos siendo sometidos a la dictadura ideológica de la no-ideología, que, en el fondo, es la cosmovisión impuesta de la derecha.

 

El filósofo esloveno Slavoj Zizek nos advierte cómo en la postpolítica neoliberal el conflicto entre las visiones ideológicas globales, encarnadas por los distintos partidos que compiten por el poder, queda sustituido por la colaboración entre los tecnócratas ilustrados (economistas, expertos en opinión pública…).

 

Por ello, para preservar el bienestar, los derechos y las libertades ciudadanas es necesario que las fuerzas progresistas “digan algo de izquierda.” La democracia, como indicó Norberto Bobbio, se fundamenta en que el ciudadano tenga opciones reales de elegir y lo cierto es que las minorías económicas y estamentales han llevado a cabo una agresión sin precedentes a los mandatos ciudadanos dirimidos en las urnas. Bernard Cassen afirmaba: “cuando las etiquetas políticas de los partidos de gobierno carecen de sentido, cuando los electores no tienen más opción que “más de lo mismo”, cuando se les presenta como única perspectiva hincarse de rodillas ante las élites, se están socavando los fundamentos mismos de la democracia representativa.”

 

Empero, los progresistas no pueden ser cómplices de esta estrategia perversa, la solución no es dejar el espacio libre a los que son parte del problema y que no traen otra solución que limitar la libertad y ampliar las desigualdades.

 

La aparente derrota de las ideologías ante el utilitarismo mercantilista deja al hombre, como afirmaba Ortega, mutilado, en seco, sin explicaciones, sin cuidados para las heridas. Sin embargo, la alternativa no será nada si no aspira a convertirse en un continuo vuelo en los cielos migratorios de la política: un ir hacia más allá, un aspirar, un anunciar que algo va a ser. Y eso únicamente es posible cuando se piensa en grande, cuando se mira lejos. Sólo desde el ámbito de las ideas, de la ideología, de los principios, es posible rescatar la confianza de la ciudadanía en un renovado proyecto, porque entonces es cuando realmente  habrá un proyecto alternativo.Nos han alienado con una visión de la vida que ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida. Pero ignoran los poderes dominantes que la esperanza está, primordialmente, en los que no encuentran consuelo. Decir “no” es un acto revolucionario, es la vida misma defendiéndose.