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¿La Nación indivisible?

Victor Arrogante_2
Víctor Arrogante*

Decíamos ayer que el «derecho a decidir se puede ejercer en el actual marco constitucional, desde una perspectiva dinámica y viva, no sacramental, como corresponde a un Estado social y democrático de Derecho»; también que «es urgente el reconocimiento de la plurinacionalidad y del derecho a decidir», por el bien de todos. Sobre ello y abundando, me voy a remontar a una reflexión que hice hace algún tiempo sobre la «Nación de Naciones», continuando con la cuestión española, catalana y otras nacionalidades.

En su artículo 2, la Constitución española establece que se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones; sin terminar de explicar el concepto nación, nacionalidades o región. Conceptos ambiguos, con múltiples interpretaciones y connotaciones políticas. Fue la solución consensuada en 1978, al tan traído tema de la «unidad» de España, superando el concepto utilizado por la dictadura: «España, unidad de destino en lo universal», que diciendo mucho supuestamente, no terminaba de saberse que quería de decir en su más estricto sentido. Además, con la fórmula que se adoptó, se salvaba la situación creada durante la Segunda República Española con Cataluña, País Vasco y Galicia. Hoy las ideas siguen encendidas, los intereses vivos y la unidad de la nación y la existencia de nacionalidades cuestionadas.

Generalmente la nación surge sobre bases mitológicas, cuentos fantásticos de batallas ancestrales y de héroes poderosos o villanos, inventados para gloria de quienes lo cuentan.

El término nación tiene, al menos, dos diferentes acepciones: político–jurídico y socio–ideológico. Anthony. D. Smith define la nación como «una comunidad humana con nombre propio, asociada a un territorio nacional, que posee mitos comunes de antepasados, que comparte una memoria histórica, uno o más elementos de una cultura compartida y un cierto grado de solidaridad, al menos entre sus élites». Generalmente la nación surge sobre bases mitológicas, cuentos fantásticos de batallas ancestrales y de héroes poderosos o villanos, inventados para gloria de quienes lo cuentan y para la manipulación de la voluntad de los humildes alrededor de una bandera, que generalmente representa los intereses del poder.

La Constitución de Cádiz dedicaba sus cuatro primeros artículos a la nación española, en términos acordes con el principio, entonces revolucionario, de soberanía nacional. La Constitución de 1931 constituye un precedente directo, al establecer que «La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones» y sobre esta base se aprobaron los Estatutos de Cataluña (1932), el País Vasco (1936) y Galicia (1938). Se trata del modelo que, con importantes modificaciones, seguirán los constituyentes en 1978.

 

La posición de los llamados padres de la Constitución fue sesuda, amplia y diversa. Herrero y Rodríguez de Miñón entendió que el término nacionalidades se refería a «hechos diferenciales con conciencia de su propia, infungible e irreductible personalidad».

Durante el debate constituyente de 1978, las posiciones críticas a este precepto, fueron múltiples. Se produjo una oposición frontal al término «nacionalidades» por considerarlo ambiguo, discriminatorio y peligroso, confuso e innecesario (fue la posición de Alianza Popular). Otra posición contraria, minoritaria, de los nacionalistas más extremos, eran partidarios de suprimir el vocablo Nación, por entender que España no es una Nación sino un Estado formado por un conjunto de naciones. Otra posición más ambigua respecto a los rasgos nacionales unitarios la defendió el PNV que se limitaba a declarar que «la Constitución se fundamenta en la unión, la solidaridad y el derecho a la autonomía de las nacionalidades que integran España». Por último la Minoría Catalana defendió que aun reconociendo la unidad nacional proponía que «la Constitución se fundamenta en la unidad de España, la solidaridad entre sus pueblos y el derecho a la autonomía de las nacionalidades que la integran».

La posición de los llamados padres de la Constitución fue sesuda, amplia y diversa. Herrero y Rodríguez de Miñón entendió que el término nacionalidades se refería a «hechos diferenciales con conciencia de su propia, infungible e irreductible personalidad». Roca Junyet entendía que «nacionalidades» se refería a «Nación sin Estado, con personalidad cultural, histórica y política propia… dentro de la realidad plurinacional de España,… como Nación de Naciones». Peces–Barba proponía que «la existencia de diversas naciones o nacionalidades no excluye, sino todo lo contrario, hace mucho más real y más posible la existencia de esa Nación que para nosotros es fundamental, que es el conjunto y la absorción de todas las demás y que se llama España». Y Solé Tura lo definía como «un estado de conciencia colectivo que se fundamenta no sólo en la historia, en el pasado común, en la lengua, en la cultura o en la realidad económica sino también en una forma determinada de concebir su propia realidad frente a las otras».

Han pasado treinta y cuatro años desde que se promulgó la Constitución española, tiempo suficiente como para que la sociedad española se plantee una lectura actualizada del texto, que apoyamos en aquel tiempo, quienes anhelábamos libertad y democracia.

Ideas, principios y filosofía, cargadas de buena voluntad y de intereses políticos e ideológicos, como no podía ser de otra forma y por una u otra razón, ninguno de acuerdo y por eso salió adelante. La votación del  Pleno del Congreso reveló el carácter consensuado entre las principales formaciones políticas de la versión finalmente aprobada: 278 votos a favor, 20 en contra y13 abstenciones. En el Senado el resultado fue parecido: 140 votos a favor, 16 en contra y 11 abstenciones. No se si hoy las posiciones serían diferentes.

Han pasado treinta y cuatro años desde que se promulgó la Constitución española, –nacida tras una cruel dictadura, que nos privó hasta de los más elementales derechos fundamentales–, tiempo suficiente como para que la sociedad española se plantee una lectura actualizada del texto, que apoyamos en aquel tiempo, quienes anhelábamos libertad y democracia. La ciudadanía del 2016. Los hombres y mujeres menores de 54 años, no pudieron participar en el referéndum de 1978 y no tienen por qué asumir como suyos, ni nuestros miedos, ni nuestros anhelos de entonces.

Hay que abrir un Proceso Constituyente; que una nueva Constitución de respuestas acordes con los tiempos que corren, a los nuevos problemas que los siglos acarrean. La próxima Constitución debe reconocer el derecho de autodeterminación de los pueblos, y de paso –previo referéndum específico– una república federal, como el mejor modelo político de gobierno y de convivencia.

 

*Víctor Arrogante es Profesor y columnista